Testimonio
Siguiendo, en parte, el guión de Hegel, pues no en balde ha sido hasta el momento el único filósofo que ha pensado, de principio a fin, toda la historia del arte, Félix de Azúa ha escrito un vibrante ensayo, en el que sintéticamente analiza media docena de episodios ejemplares de ese antiguo invento occidental que seguimos llamando arte, aunque lo hagamos cada vez con más aprensión y desconcierto. Lo sorprendente y aleccionador de este relato de Azúa ya se insinúa en el mismo título del libro, Autobiografía sin vida (Mondadori), porque, a lo largo de sus doce capítulos, nada dice el autor sobre sí mismo en el plano anecdótico acostumbrado, pero sin dejar de escribir de la manera más rabiosamente personal; esto es: habla de su apasionada relación con el arte, crucial en su vida, mas en pos de darle un sentido a ambas, de suyo inseparables.
De fácil y absorbente lectura, pues se trata de un texto literario pleno de brío, la fascinación que produce es la misma que suscitan esas grandes novelas, en cuyo arranque ya se anuncia el desenlace sin que por ello el argumento pierda un ápice de intriga. En efecto, enfrentado Azúa con la primera imagen artística que analiza, la prehistórica de los caballos estampados en las paredes de la cueva de Chauvet, ya se percata de que es perfecta; o sea: que en ella, realizada 32.000 años antes de nuestra era, se inicia y se concluye todo el arte. Aun así, ni Azúa se arredra en la prosecución de su pesquisa histórica, abordando otros episodios ejemplares posteriores hasta llegar a la actualidad, ni hay el menor desmayo en la atención de sus lectores, porque, sin duda, lo cautivador de una buena narración consiste en saber de antemano qué va a pasar sin que decaiga el interés por la misma.
De esta manera, Azúa revisa una selección de obras y de momentos magistrales del arte occidental, como el friso de las Panateneas de Fidias, la catedral trunca de Beauvais, la pintura holandesa de la segunda mitad del XVII, Marat asesinado de Jacques-Louis David, los grabados de la guerra de Goya, la retracción elegiaca del Rothko final y, nunca mejor dicho, para concluir con la historia, la autoexposición física del artista James Lee Byars en la Documenta de Kassel de 1972. Como se puede intuir a partir de esta lista, no pretende Azúa hacer una revisión canónica al uso, entreverada de aquilatadas valoraciones académicas, sino, cómo lo diría, algo así como un ir llenando sus pulmones de más aire para que su grito resulte tan resonante como el ahogado de Edvard Munch, cuyas inaudibles ondas agitan el paisaje circundante.
Poeta, novelista, ensayista, profesor de estética, agudo y sarcástico articulista, experto en temas artísticos sin que sus variados conocimientos en la materia le hayan transformado en un patético pedante, el grito de Azúa es finalmente un testimonio personal, no tanto de lo que ha vivido, sino, en todo caso, a través de ello, de lo que considera memorable. Escribe su retahíla de improperios sin demasiada fe en poner las cosas en su sitio -¿cuál habría de ser hoy en un escenario sin lugares?-, sino, quizá, para proclamar el único secreto trasnochado que atesora: el misterio de la palabra poética, esa palabra que no sirve para nada, gratuita, mediante la cual el lenguaje se reconoce a sí mismo y deviene arte.
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