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Columna
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Atonal

La crisis también alcanzó a aquella muchachada de pelo variopinto y encrestado que interpretaba los compases del patriota checo Smetana. La lluvia sin pausa duraba ya dos semanas, pero no impidió que a las cinco de la tarde de un domingo húmedo la austera parroquia protestante de la localidad estuviese a rebosar: era un público entrado en años que acudía al concierto de una orquesta de músicos no profesionales, muy jóvenes, entre los cuales estaría el nieto con su violín o la sobrina con el clarinete. Las dignas canas aplaudieron con entusiasmo la armonía de El Moldava y las tonalidades de Dvorak y escucharon respetuosos, aunque escépticos, un par de piezas atonales de ese clasicismo moderno que engendró Liszt en una de sus bagatelas y difundió Stravinsky. Eso fue hace poco más de seis semanas en Steckfeld, un pueblo de unas dos mil almas. Y, al finalizar el concierto, el maestro de orquesta, nos ofreció, en lugar de la consabida propina, la lectura de una nota en la que señalaba que el ayuntamiento que sostenía económicamente a aquellos músicos aficionados había tachado en sus presupuestos anuales la subvención a la música. Aquel público luterano, quizás demasiado cargado de años, se quedó mudo. Y a uno, vecinos, se le escapó sin querer una exclamación áspera y bronca en valenciano contra la crisis y la deuda de los munícipes, que naturalmente nadie entendió.

La puñetera crisis se ceba por doquier entre lo más débil o lo más sensible como la música. La destartalada crisis de quienes gastaron sin conocimiento y sin gusto del erario público para disfrutar de una plaza de toros o de un paseo con palmeras en La Vall d'Alba, que no en Montecarlo. Porque La Vall d'Alba está en cualquier rincón de esta Europa del euro, cuyas fronteras sólo aparecen en el mapa. Y la música tiene un caldo de cultivo popular en la Europa central y en la Europa periférica valenciana. En el caldo de las sociedades musicales de Viena aparecieron los grandes genios universales de la música, y en el centro de las sociedades musicales valencianas han estado hasta ahora las bandas, y detrás de las bandas la cultura de un sector nada desdeñable de esa juventud de pelo encrestado y variopinto.

Y hay que tener mala saña para reducir hasta casi la nada las subvenciones y el apoyo económico a la música en estas tierras de flores y guitarras moras, de gastos suntuosos y deudas públicas sin freno. Algunos responsables de la deuda se reducen ridícula y tímidamente un siete, un diez o casi nada en sus onerosos sueldos públicos porque se necesita el gesto de una nimiedad. A las sociedades musicales valencianas se les parte el dinero por la mitad, que al fin y al cabo la gente no come pentagramas. Y se olvidan, los muy retorcidos y tacaños con respecto a la cultura, de que la música no come pero no muere; se olvidan de que los del pelo encrestado y variopinto, en su banda y con su clarinete, son tan importantes como sus grandes eventos que tanto nos cuestan. Y sin dinero, el ocaso de una de las más perennes expresiones culturales valencianas.

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