Indiscreto adiós a un hombre discreto
Luis García Cereceda triunfó en los negocios sin marrullerías ni exhibiciones sociales, pero la batalla por su herencia se desliza hacia el culebrón
El único acto en el que Luis García Cereceda no pudo escapar de los medios de comunicación fue su propio velatorio. Hasta entonces había pasado por ser un empresario de gran fortuna y amistades influyentes con un perfil tan discreto que los archivos apenas conservan de él poco más de una fotografía. Jamás concedió una entrevista. Nunca se exhibió en eventos sociales a pesar de que sus empresas trabajaban para los clientes más exclusivos de Madrid.
Había logrado ser también un promotor inmobiliario alejado de los escándalos y apreciado por sus competidores, un hecho que, vistos los antecedentes, no deja de ser digno de atención. Así que cuando llegó la hora de cerrar su biografía, no había un material muy diferente al de un currículo desprovisto de notas de color. Si acaso, un detalle: era amigo de Adolfo Suárez y Felipe González.
Quien había elegido la discreción como norma, no diseñó el final apropiado
Como promotor, sabía comprar y esperar sin caer en el tentador pelotazo
En realidad, su círculo de amistades abarcaba lo más granado de la sociedad madrileña, incluyendo políticos (Gallardón, entre otros), periodistas y empresarios, pero la referencia a los dos primeros presidentes de la democracia ha servido de excusa útil para describir la posible influencia que pudo tener el personaje. Tan útil como equívoca, "porque Cereceda labró su amistad con Suárez cuando este ya había dejado la presidencia, y lo mismo sucedió con González", explica un amigo. Y es que Cereceda fue un constructor atípico, un hombre de enorme curiosidad, sonrisa fácil, gran generosidad y mucha paciencia. Sin esas cualidades no se entiende su éxito en los negocios y, sobre todo, su discreto tránsito en vida.
Como otros empresarios hechos a sí mismos, Cereceda tiene un origen humilde: hijo de padre ebanista y madre tendera. Fue observando a unos albañiles durante una reforma en la tienda de ultramarinos como decidió a los 18 años dedicarse a ese oficio. Montó una primera empresa de reformas, luego pasó a la construcción y finalmente a la promoción inmobiliaria, actividades todas en las que impuso un toque muy personal y buen gusto. Cereceda se pateó todas las obras y se ganó prestigio de buen constructor. "No le importaba tirar abajo una pared si no estaba bien rematada", dice uno de sus socios. Como promotor, hizo lo que otros no han sabido hacer: comprar y esperar el tiempo necesario sin caer en la tentación del pelotazo.
Hay muchas obras en Madrid que llevan la firma de Cereceda, entre otros el parque empresarial de Somosaguas, edificado hace 15 años con criterios muy avanzados donde trabajan actualmente 15.000 personas. Cierto es que también es propietario del restaurante Zalacaín ("compró el restaurante por hacer un favor", explican varios amigos), pero su gran obra es La Finca, un terreno exclusivo para gente muy exclusiva, adquirido en los años ochenta a las afueras de Madrid, "cuando a nadie se le había ocurrido que cierta gente importante se iría tan lejos para instalarse", expone un promotor. La Finca tardó en fructificar más de 10 años. "Tomó decisiones que parecían una burrada y que ahora resultan una maravilla estética, como esos 17 lagos artificiales o esos 200 patos salvajes anillados. La parte del complejo que no está urbanizada tiene una calidad ecológica indiscutible. Asumió costes que no se podían repercutir. Eso es lo que no hacían otros", confiesa un colaborador.
La Finca fue su gran obra, que ahora disfrutan discretamente desde conocidos futbolistas hasta todo tipo de artistas y empresarios de éxito. "Cereceda era en el fondo un arquitecto sin título", comenta un antiguo amigo. "Era, también, un diseñador, un hombre de buen gusto". Había adoptado una idea muy americana, importada de algunos de sus viajes a Estados Unidos, la de gated community (algo así como una comunidad con puertas), un entorno de alta seguridad en el que las casas de diseño están enclavadas en fincas diáfanas, sin vallas perimetrales.
Actuaba como un perfeccionista. Así le sucedió también con una de sus aficiones, la navegación. "No era un gran marinero", comenta uno de sus amigos. "Le gustaba navegar. Podía haberse comprado un yate, pero eligió un velero y se trajo al mejor diseñador para compartir con él su fabricación".
Durante los Juegos Olímpicos de Sydney, en 2000, su vida sufrió un agudo revés: se le detectó un tumor cerebral. Se operó de urgencia en Australia, recibió tratamiento en Boston. Su dolencia tenía un pronóstico que no superaba los dos años de vida. Sin embargo, ha vivido 10 años. "Celebraba cada cumpleaños como algo especial, como un regalo", recuerda un conocido. Llegó a pensar que había dejado atrás el peligro y siguió al frente de sus negocios con el mismo empuje. Recientemente se le reprodujo el tumor y en pocos meses su vida se apagó.
De tales vicisitudes tuvieron conocimiento sus muchas amistades, pero nadie más. Su vida ha permanecido instalada en un elegante anonimato... que se quebró el mismo día de su fallecimiento. Las diferencias entre sus dos hijas, nacidas de su primer matrimonio con Mercedes (con la que se casó muy joven y de quien se separó hace casi dos décadas para volver a contraer matrimonio hace seis años), hacían presagiar la posibilidad de una tormenta familiar con una enorme herencia de por medio. Quien había elegido la discreción absoluta como norma de vida, no pudo diseñar el final adecuado. "Quizás fue su único error", dice un amigo. Y así, un desafortunado cruce de esquelas se ha convertido en un señuelo para buscadores de carnaza.
Había otras esquelas. Las que recuerdan a un buen jefe. O a un buen patrón, caso de la tripulación del velero. O una muy discreta, firmada por la familia de un amigo ya fallecido a quien Cereceda tributó en su día con un cariñoso mensaje: "Les vemos sonreír juntos en el cielo". Los amigos de Cereceda sufren un doble duelo estos días: por la muerte de un buen hombre y por la pena que produce oler la cercanía de las hienas dispuestas a enturbiar su memoria.
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