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Columna
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El 'Nadalato'

Cuando se escriba la historia del tenis español de este tiempo, se distinguirá entre un Nadal I y un Nadal II, pero solo el periodo que comenzó con la victoria del mallorquín en las pistas de la Porte d'Auteuil, también llamada Roland Garros, merece el título de Nadalato, una gobernación olímpica y majestuosa del deporte mundial de la raqueta.

En tiempos de Nadal I, el campeón español ganaba haciendo todo más y mejor que sus oponentes. Solo el suizo Roger Federer era su igual y en ocasiones superior. El manacorense era el desencadenamiento de un tsunami de potencia, clase e inteligencia, pero lo que más destacaba de su juego era su don de la ubicuidad, su capacidad de estar diríase que a la vez en todos los rincones de la pista. Así se embolsó seis títulos del Grand Slam, cuatro de su venerado tormento parisiense, un Open de Australia y un amarillento Wimbledon. Pero Nadal II, aun reteniendo todo lo que hizo grande al anterior, presenta características algo distintas.

Nadal II no juega mejor que Nadal I, sino distinto. No ha vuelto. Es el comienzo de una nueva realeza

El as estadounidense John McEnroe jugaba en su mejor momento tan apabullantemente por encima de lo que solían hacerlo sus rivales -excepto un sueco de hielo- que estos no llegaban a participar plenamente en el match.. Se les negaba la oportunidad de intervenir y, cuando querían darse cuenta, se habían salido del partido sin haber entrado en él.

El Nadalato funciona de modo diferente, pero con idéntica efectividad. Un espectador relativamente indiferente a lo que sucedió el domingo en la pista Phillippe Chatrier podría pensar que otro sueco, Robin Soderling, no había jugado un gran partido, lo que restaría méritos al español. El gigantón escandinavo tuvo sus oportunidades y no supo aprovecharlas, pero eso no sería del todo exacto. Nadal jugó al tenis que no sabía jugar su adversario. No se imponía barriendo la cancha con sus golpes como McEnroe, sino inventando otro tenis, el que no está en los libros, el de los golpes que hay que sentir al otro lado de la red, pero que desde las gradas o el televisor parecen casi inocuos. Así remedia, por ejemplo, el balear su carencia relativa de saque, convirtiéndolo en un jeroglífico o una ecuación imposibles de leer.

Nadal sigue siendo un competidor de altísimo nivel atlético. Recorre la pista de punta a cabo cuando hace falta, pero también estudia como un entomólogo a cada adversario decidiendo de antemano qué tenis es el que no juega para enfrentarle a sus inevitables limitaciones y, así, él, que también las tiene y por eso está en proceso de inventarse su propio tenis, hace alguna economía de sí mismo.

Lo que es preciso para que el Nadalato perdure es que el jugador y su entorno no estiren -como sí hicieron hasta casi destruirlo con el Nadal I- más el brazo que la manga. Torneos, los justos. El resto del tiempo, a rodar vídeos con Shakira.

Nadal II no juega literalmente mejor, ni siquiera igual, que Nadal I, sino distinto. No ha vuelto. Es el comienzo de una nueva realeza.

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