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Columna
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'Pelotas'

David Trueba

El realismo en televisión es incómodo como un recién divorciado en una boda. No apetece tenerlo por ahí. La excusa es que la gente no quiere echar el rato con más de lo mismo, con lo que tiene en la oficina o en casa. Dicen que no quiere que el televisor sea un espejo o se confunda con la pared de gotelé.

En la ficción televisiva española el realismo siempre ha recurrido a la exageración, a cazar mariposas con granadas de mano. En Tele 5, por ejemplo, cadena madre de las series más populares, el realismo tiene que estar pasado dos o tres vueltas. Alguien chabacano tiene que pegarle patadas al diccionario hasta cuando piensa, alguien gay ha de sufrir esguince de muñeca y alguien zafio masticar con la boca abierta mientras bebe vino en tetra brick. Al final ese realismo es al verdadero realismo como Star Trek a España Directo.

Quizá por eso Pelotas es una serie tan apreciada. Corbacho & Cruz han creado un reducto de aspirantes a la normalidad con alma de secundarios. Que se fugan de Zoquetelandia, el paraíso donde las televisiones quieren hacer sentirse en casa a los espectadores españoles, para tomar un curso de enología, leer un libro de Stieg Larsson o tratar de ligarse a alguien razonable. Pelotas, que en su segunda temporada acusa menor tirón, se mueve con toques en corto, entre soledades y amistades de barra. Actores buenos, Ángel de Andrés, Belén López, María Botto entre muchos, con Javier Albalá en el más representativo registro naturalista, pelean por no forzar la máquina de pasarse, por instalarse en el realismo en lugar de tres pueblos más allá.

En los últimos capítulos han irrumpido algunas fantasías y pesadillas, y sonaban a forzado, porque donde la serie es infalible es cuando deja a algún personaje a solas y aprecias su humilde máquina de pensar y sentir. Y ese instante es tan raro en la ficción televisiva que te parece que esos tipos de Hospitalet tienen superpoderes. Porque la normalidad es lo espectacular. Es sano que una serie nos recuerde los lunes que, como escribió otro catalán castellanoescribiente, al final tienen razón los días laborables, "después de todo, no sabemos si las cosas no son mejor así, escasas a propósito".

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