_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La 'revolución política' de Reino Unido

Las elecciones generales británicas del 6 de mayo señalan el inicio de una nueva etapa. La ruptura que se divisa parece de la misma envergadura que las que se produjeron en 1945 y 1979. La primera puso en marcha el Estado de bienestar, y en 1979, agotado el modelo por una inflación rampante y una vez triturado el poder de los sindicatos, la señora Thatcher restableció el dominio absoluto del mercado. Ello dio un buen impulso a la economía, que en 1997 permitió que el nuevo laborismo abriera una tercera vía entre el viejo laborismo estatalista y un ultraliberalismo antisocial, etapa que ha tenido éxitos -Tony Blair ganó las elecciones tres veces seguidas- y deficiencias que la crisis ha radicalizado, y que acaba de terminar.

Los británicos no tienen otro remedio que volcarse en resolver sus problemas internos

Los distintos modelos aplicados desde 1945 no han evitado un continuo declive, y pocos restos quedan de aquel inmenso imperio de hace tan solo un siglo. La que a finales del siglo XIX era la primera economía del mundo ocupa hoy el sexto lugar.

Reino Unido, que con enormes sacrificios había ganado las dos guerras mundiales, sigue preguntándose por las razones de su continuo descenso, tanto si acompaña fielmente a Estados Unidos después de la debacle de Suez en 1956, como si, después de la trágica invasión de Irak y de la catástrofe que se divisa en Afganistán, trata de independizarse de la tutela norteamericana.

Los británicos no tienen otro remedio que volcarse en resolver sus problemas internos, renunciando a actuar fuera de sus fronteras, como todavía hizo Blair en Bosnia-Herzegovina, Kosovo, Sierra Leona, así como en las intervenciones mucho más costosas en Irak y Afganistán.

El afán de ejercer de gran potencia ha sido otra de las causas del enorme endeudamiento. Con una deuda que no se diferencia tanto de la de Grecia, Reino Unido inicia una etapa en la que tal vez lo más duro sea acostumbrarse a no pretender aquello que esté fuera de su alcance. Después de haber sido tanto tiempo campeón de Liga, cuesta mucho tener que jugar en segunda.

Por vez primera en los últimos 36 años, el Parlamento británico no tiene una mayoría clara, pese a que el sistema electoral la propicie fuertemente. A una metrópoli imperial corresponden Gobiernos fuertes, capaces de actuar a enormes distancias con contundencia.

El premier ejercía un poder sin parangón, tanto por su extensión -alcanzaba a un cuarto del planeta- como por su intensidad -mayorías fuertes lo hacían de hecho incontrolable-. Reino Unido estaba muy lejos de ser una democracia y el proceso de llegar a serlo, que se inicia en 1918, ha pasado por distintas etapas, y la decisiva, al convertirse la política interna en el aspecto central de la política, es la que comienza con las últimas elecciones.

La coalición de conservadores y liberal-demócratas aspira a una verdadera revolución política que conlleve una mayor democratización. Esto implica un sistema electoral más proporcional que recoja las muy distintas opciones que surgen en sociedades tan fragmentadas como las actuales.

En las últimas elecciones los conservadores, con poco más de 10 millones de votos, han obtenido 305 escaños; los laboristas, con poco más de ocho, 258; y los liberal-demócratas, con más de seis, 57 escaños. Con más de siete millones de votos, unos 40 partidos se reparten 26 escaños. El sistema es muy injusto, pero encajaba en una tradición imperial muy británica en la que lo que importaba era disponer de Gobiernos fuertes con primeros ministros con poderes casi dictatoriales.

Un segundo elemento de esta revolución política es un nuevo sistema fiscal más equitativo que haga posible el mantenimiento del Estado social, sin el que no cabe que funcione una sociedad democrática. El concepto central del manifiesto electoral de los liberal-demócratas es juego limpio y transparente (fairness), que ha de aplicarse tanto en la política fiscal como en la política que atañe a la inmigración.

Un tercer elemento consiste en suprimir el centralismo absorbente por una descentralización progresiva, proceso ya iniciado con los Parlamentos escocés, galés y norirlandés y que los liberal-demócratas pretenden concluir en un Estado federal. Los imperios, cuando se desmoronan, arrastran consigo la dispersión, y el primer paso es la descentralización.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_