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AL CIERRE
Columna
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Paraguas

Ramon Besa

Aunque nunca llueve a gusto de todos, a mucha gente le incomoda el agua por culpa de los paraguas. Últimamente resulta imposible pasear normalmente por una calle cuando el cielo gotea porque aún hay mucha gente que se escuda en un paraguas o, en caso contrario, te recuerdan a cada paso que puedes comprar uno muy barato, propuesta que acostumbra a aumentar el cabreo porque tratan de tontos u olvidadizos a cuantos no lo llevan. La ciudad se llena de paraguas de colores que se doblan en cuanto se levanta un poco de viento, de manera que los peatones llegan empapados a su destino, remojados por el salpicar de un coche o autobús, superados por las inclemencias meteorológicas. Los hay que incluso llevan guardado el paraguas en la maleta o el bolso los días de sol por si les sorprende la tormenta. Yo, perdonen, cada vez le veo menos utilidad, así que he optado por seguir el ejemplo de los jóvenes, que salen de casa con una ropa impermeable cada vez más llamativa, como si se pudiera ser igual de presumido que cuando sale el sol.

Recuerdo que antes nuestras madres nos vestían con normalidad, como si no lloviera, y encima de la ropa nos ponían un impermeable capaz de cubrir todo el cuerpo, incluso la cabeza, salvo los pies, que se acomodaban en unas botas de agua estupendas porque nos permitían chapotear como gorrinos. A los niños nos gustaba la lluvia precisamente porque nos permitía mojarnos. El paraguas, entonces, era un asunto muy serio. Ninguno como el de los pastores, negro y grande, capaz de cobijar al propio rebaño si era menester. Los había muy buenos, bien hechos, con mangos preciosos, y eran tan preciados que no se olvidaban ni perdían porque formaban parte del equipaje o la indumentaria. Llevar un paraguas, y levantarlo o bajarlo según las circunstancias, significaba acatar un ritual: había que caminar pegado a la pared y ceder el paso a los que venían por la derecha, sobre todo a las señoras y personas mayores, la contera siempre tenía que apuntar al suelo y había que sacudirlo antes de entrar en cualquier establecimiento, de la misma manera que abrirlo en un sitio cerrado suponía tentar a la suerte. La gente sabía utilizarlo.

Nada que ver con lo que sucede ahora, convertido en una lanza para abrirse paso por la calle, sobre todo frente a los que no lo llevan, o en un artilugio que estorba más que protege. Los hay que los utilizan incluso para recoger caramelos en fiestas como la de Sant Medir o para resguardarse del sol. Y he visto a un hincha utilizar el paraguas desde la banda para derribar al extremo izquierdo del equipo rival. La mayoría son pequeños, ridículos, con varillas que se parten como palillos. El paraguas no sólo ha perdido su dignidad, sino que en un país soleado ni siquiera sirve para que no te mojes.

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Sobre la firma

Ramon Besa
Redactor jefe de deportes en Barcelona. Licenciado en periodismo, doctor honoris causa por la Universitat de Vic y profesor de Blanquerna. Colaborador de la Cadena Ser y de Catalunya Ràdio. Anteriormente trabajó en El 9 Nou y el diari Avui. Medalla de bronce al mérito deportivo junto con José Sámano en 2013. Premio Vázquez Montalbán.

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