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Columna
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Una antología de desvaríos

Entre la infausta estela de quien sin duda ha sido el peor presidente de los Estados Unidos figura una recopilación titulada El libro Bobo de Bush, evocador del otro Libro rojo de Mao, pero que en este caso compendia muchos de los insólitos disparates con que nos amenizó aquel analfabeto titular de la Casa Blanca. Una obra que, tal como ruedan las cosas por estos pagos, bien puede ser el precedente de una Antología de desvaríos del Molt Honorable, habida cuenta de los que nuestro gobernante airea sin tasa -y hay quien los compendia- desde que se siente abrumado por los presuntos delitos que le van a sentar en el banquillo, una perspectiva que no parece deprimirle e incluso le induce a pronosticar que el nubarrón penal que le amenaza "se va a quedar en una fiesta de cumpleaños" cuando lo cierto es que las campanas ya doblan por su futuro político.

Pero los desvaríos no se limitan a las frases más o menos absurdas y opiniones desafortunadas, que las ha habido tan ofensivas y anacrónicas como reveladoras de que el líder popular tiene los nervios a flor de piel y a menudo los pierde, cosa que se comprende. ¿Cómo iba él -ni nadie, seamos claros- a imaginar un desenlace vergonzante para una trayectoria personal y política tan aseada, como la suya? ¿Cómo admitir de hoz y coz la responsabilidad que le incumbe por el sacrificio quizá injustificado de su hombre de confianza en el partido, por la voracidad de ese pulgón depredador del erario que ha sido la trama Gürtel y, además, por el baldón o algo peor que pesa sobre los magistrados del TSJ de Valencia que le exoneraron con fundamentos más que cuestionados por el Tribunal Supremo? Tan monumentales descalabros no se asimilan sin trastornos anímicos, obviamente.

Se desvaría también, decimos, cuando para replicar o amordazar a la oposición, el PP inventa un espectáculo parlamentario a fin de reprobar con fútiles argumentos al portavoz socialista que, como los demás grupos de izquierda de la Cámara, se ha limitado a cumplir con su obligación, que no es otra que fiscalizar el poder y sacar a luz todo lo que el poder oculta y que ha sido una constante a lo largo de las legislaturas conservadoras. Esta misma semana, sin ir más lejos, y al tiempo que el síndico popular arremetía contra la dignidad de sus críticos, el gobierno se valía de su mayoría en el hemiciclo para, de un lado, neutralizar el Consejo Escolar, trastocando arbitrariamente su composición y representatividad, y, de otro, acentuar o simplemente prolongar la opacidad de los contratos públicos. Está visto que esta derecha solo transige con la luz de gas que asfixia la democracia.

Pero también cabe pensar que este gobierno ineficiente, paralizado y con las alas emplomadas por la corrupción acabe siendo percibido tal como realmente es por la mayoría electoral. Otra cosa sería creer, y a ello se aferra el PP, que los electores autonómicos tienen una preferencia perversa por quienes despilfarran o trincan nuestros recursos y cuyo botín asciende a decenas de millones de euros y no sólo a unas ridículas indumentarias. De prosperar esta lógica elemental -y a ello contribuirán los episodios judiciales que se avecinan- quizá debamos admitir que el hoy titular de la Generalitat habrá contribuido grandemente al triunfo de la alternativa política, a la irrupción de sangre nueva, necesaria y honrada en la administración pública. Tal sería el paradójico milagro de Francisco Camps, el único desvarío posible de todo su legado.

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