Intelectuales en el parque temático
Mientras los griegos con rentas más bajas caen en la cuenta de lo que vale el peine del ajuste duro (con su pizquita de toque racista) a costa de las charranadas que otros han perpetrado, aquí ponemos nuestras barbas a remojar mientras nos enteramos de en qué va a quedar la tan cacareada reforma del capitalismo anunciada desde comienzos de la crisis: más palo y escasa zanahoria. La alianza de mercados, bancos centrales y gobiernos para que todos nos sintamos igualmente culpables y nos aprestemos a apechugar con las fracturas y simas de un sistema que nunca ha favorecido a la mayoría es ahora más patente, como siempre que llegan las vacas flacas. La llamada a arrimar el hombro "solidario" (en plan esto-lo-arreglamos-entre-todos y demás farfolla dialéctica) no es más que otra muestra del apabullante cinismo con que los poderosos convocan a todos a combatir las crisis que ellos provocan para poder seguir gozando del privilegio de poder provocarlas en el futuro. En otro tiempo se habría hablado de lucha de clases, pero con la deriva "sensata" de los sindicatos, la desmovilización programada y el silencio cansino de los intelectuales en la izquierda, más vale que nos vayamos resignando a los recortes y crucemos los dedos para que el ataque a los derechos sociales no nos haga añorar la época de la acumulación primitiva.
Cuando lleguen las elecciones, ya veremos: a lo mejor, entre la pared inoperante y cínica de unos, la espada ultraliberal y corrupta de otros, y el oportunismo de los de más allá haya llegado el momento de que la gente que nunca gana se quede en casa o vote colectivamente en blanco, como los ciudadanos del Ensayo sobre la lucidez (2004, Alfaguara), de Saramago. En cuanto a los intelectuales, cuyo perfil se hace más huidizo, y cuyas voces -ahogadas por otras más televisivas y con más audiencia que las suyas- tienden a buscar el eco que le es negado recurriendo al aumento de los decibelios (como aquel Estentor de la Ilíada que gritaba como cincuenta guerreros), últimamente suelen no saber y no contestar salvo para poner a parir al "miserable" adversario. Poco que ver (y no siempre para bien) con el papel que los clercs (pero también chiens de garde) tuvieron en el pasado siglo, y que refleja El siglo de los intelectuales, de Michel Winock, un estupendo ensayo histórico publicado en 1997 y cuya traducción acaba de aparecer en Edhasa. De Barrès y Zola a Foucault y Glucksmann, Winock repasa la época dorada de la intelligentsia (francesa), incluyendo los encarnizados rifirrafes ideológicos que protagonizaron sus representantes más notorios. El único inconveniente es que, al final, uno tiene la sensación de haber recorrido un extraño parque temático con pocos visitantes o, quizás, las salas de un museo de historia natural en cuyas vitrinas se exhibieran, convenientemente embalsamados, ejemplares de una especie ya extinguida.
Cine
David Simon, creador, guionista y productor de la serie televisiva The Wire, en mi opinión la mejor que ha dado la HBO (Time Warner) desde The Sopranos, tiene una fórmula mágica para hacer verosímiles sus relatos: "Que se joda el lector medio". En la serie por él ideada, el espectador "medio" (suponiendo que tal expresión no sea un vicioso pleonasmo) tarda en entrar, quizás desconcertado por una narración que no reclama complicidades instantáneas. Claro que, cuando lo hace, se ve atrapado en una red de historias apasionantes y adictivas que, poco a poco, se revela como uno de los más ácidos comentarios sociales (y políticos) producidos por la "industria del entretenimiento" en lo que va de siglo. Las historias de The Wire se desarrollan sobre el telón de fondo de algunos de los asuntos que más inquietan a los ciudadanos del país más poderoso del mundo: el narcotráfico, el tráfico de influencias y el control de los sindicatos, la corrupción de los gobiernos locales, las insuficiencias de un sistema educativo deteriorado por la presión electoral y la corrección política, las fragilidades de la prensa escrita. Relatos protagonizados por personajes "redondos" (en el sentido que da E. M. Forster al término en su Aspectos de la novela) y nada maniqueos, cuya evolución siempre se nos muestra, lo que es muy de agradecer. Del entusiasmo suscitado por la serie surge el volumen The Wire, 10 dosis de la mejor serie de la televisión (Errata Naturae), que reúne colaboraciones de otros tantos devotos, incluyendo las del propio Simon (del que, además, se reproduce una entrevista realizada por Nick Hornby) y las de novelistas como George Pelecanos, Rodrigo Fresán o Jorge Carrión. El libro coincide en las mesas de novedades con Los soprano y la filosofía (Ariel), un volumen colectivo coordinado por Richard Greene y Peter Vernezze, en el que se pasa revista a toda una panoplia de cuestiones morales, religiosas y sociales suscitadas por la serie que más juego ha dado en los últimos años en las clases de ética de los colleges estadounidenses (con asuntos del tipo "¿es Carmela Soprano una feminista?"). De cine, en un sentido mucho más tradicional y un punto elegiaco, habla también el estupendo volumen ilustrado La huella en los ojos (Alianza), de Juan Tébar, un cinéfilo de los de antes que consigue convertir la crónica (contextualizada) de su "novela de formación" cinematográfica en la de una generación de adolescentes en cuyas vidas el cine "se coló" a 24 imágenes por segundo y en la atmósfera protectora de aquellas inolvidables salas de programa doble.
Nórdicos
Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y el Alna por Oslo, algunos leyeron equivocadamente mi crítica a ciertas decisiones de la organización de la Feria del Libro de Madrid como desinterés mío hacia la literatura "nórdica", invitada especial de la convocatoria de este año. Nada más lejos de mí. Uno de los primeros libros "adultos" que me compré fue la traducción (en Austral) de Synnoeve Solbakken, una novela de Bjørnstjerne Bjørnson (de cuya muerte, por cierto, se acaba de conmemorar el centenario), que me gustó tanto que hasta aprendí a pronunciar el nombre del autor, para regocijo de mis compañeros de colegio. Luego, cuando me dediqué a la edición, contribuí a enriquecer el catálogo extranjero de la editorial en que trabajaba con obras de "nórdicos" muy variados, desde Aleksis Kivi o Torgny Lindgren a Isak Dinesen, Stig Dagerman, o Gudbergur Bergsson. Sin olvidar, por supuesto, a Knut Hamsun, que tradujo Kirsti Baggethun. De modo que bienvenidos sean los "nórdicos", sobre todo si entre unos y otros conseguimos que los lectores españoles se convenzan de que no es Larsson todo lo que reluce o de que no todos los escandinavos tienen un thriller superventas esperando en un cajón. Para demostrar lo contrario las casetas exhibirán este año paletadas de ficciones escandinavas, entre otras cosas porque algunos editores (Nórdica, sin ir más lejos) se han empeñado en publicar la mejor literatura de allí. Entre las novedades les recomiendo vivamente La casa del mirador ciego (Nórdica), de la noruega Herbjørg Wassmo, una magnífica historia (parte de una trilogía) protagonizada por mujeres muy diferentes de Lisbeth Salander. Si les gusta, tómense un Aquavit a mi salud.
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