Aladas palabras
Si bien se mira, no sería estrictamente necesario que los debates parlamentarios fueran orales, porque con no menor eficacia los representantes de los partidos políticos en las cámaras legislativas podrían defender sus posiciones intercambiándose documentos escritos antes de votar; tampoco lo es que los juicios penales exijan la comparecencia presencial de las partes -imputados, acusadores, testigos- ante el tribunal que decide, en lugar de tramitar el proceso por escrito, como sucede en los juicios civiles: no sería difícil multiplicar los ejemplos, pero los dos aducidos sugieren que, para cuestiones de elevada importancia, la oralidad -curiosamente- añade una gravedad, seriedad y garantía que faltan a la comunicación escrita. Y la presencia física en las concentraciones ciudadanas, en las lecturas poéticas, en las conferencias, en las funciones de teatro, en las ceremonias de culto religioso, proporciona también una inmediación irreductible, un ingrediente celebratorio y comunitario, que faltan sin remedio en la traducción de esos actos a los códigos del papel escrito. ¿Por qué?
El orador asume la posición de un "yo generalizado" en el que todos los oyentes pueden hallar un punto de encuentro
La presencia de una asamblea reunida ante un orador compromete a éste de dos maneras. En primer lugar, a la vista de un público que se ha reunido para escucharlo, el orador no puede incurrir en la desconsideración de declarar conceptos, ocurrencias o caprichos banales de interés exclusivamente particular que sólo a él le conciernen, sino que, si es mínimamente consciente de la situación, adoptará el tono adecuado y disertará "en nombre de todos", asumiendo la posición de un "yo generalizado" en el que todos los oyentes pueden hallar un punto de encuentro. De ahí ese acento grave, moral, edificante, de alta responsabilidad, que es intrínseco al registro oral.
En segundo lugar, en el acto público los comparecientes prestan su atención al orador; ahora bien, la atención es sagrada, porque somos seres atencionales y donde está nuestra atención está nuestro corazón y nuestro ser por entero. Por consiguiente, prestar nuestra atención es prestar nuestra alma. De modo que, ¡por los dioses!, los oradores harían bien en recordar siempre que la amable audiencia les presta su atención pero no se la regala y que, una vez terminada su intervención, vencido el préstamo, han de devolverla sin grave quebranto atencional y, mientras la tienen provisionalmente en depósito, están obligados en conciencia, si conservan aún porciones de buen juicio, a respetarla, a cuidarla y, si es posible, a entretenerla y entretener a sus legítimos poseedores. De ahí ese segundo elemento de la buena oralidad: el hechizo, el encantamiento, el carisma, la santa amenidad. Y cuando el orador, sensible a la naturaleza de las formas orales de comunicación, cumple con los dos compromisos expresados -el de ser responsable en la elección de temas de común interés y el de tratar con el debido respeto a la atención confiada en préstamo-, la asamblea expectante siente la emoción de estar asistiendo colectivamente a un momento único, por lo que tiene de acontecimiento performativo, vívido, irrepetible.
Hasta el siglo XIX, la entera cultura europea es un formidable flatus vocis, esto es, una cultura hablada regida por la ley de las "aladas palabras", en expresión de Homero. Incluso tras la recepción griega de la escritura fenicia, incluso tras la invención renacentista de la imprenta, durante la época premoderna la producción literaria se halla siempre de una forma o de otra bajo el signo de la oralidad, cuya esencia se resume en el "instruir deleitando" que Horacio recomendaba a los poetas en su Epístola a los Pisones.
Cuando pasamos de la palabra dicha a la escrita, nos introducimos en un mundo espiritual distinto: la arbitrariedad de los signos escritos (Saussure), la fijeza y la disponibilidad perpetua del texto -que puede dejarse y volverse a tomar cuantas veces uno quiera- favorecen el rigor, la lógica, el sistema, en detrimento de la seducción, la persuasión y la gracia que derrama la musa cuando se materializa comunalmente. No es casual que la severa ciencia, los secos códigos jurídicos y la abstracta metafísica nacieran con la recepción del alfabeto. Con el libro se pierde la comunidad entre el hablante y el oyente, creándose una mediación editorial entre ellos que los une tanto como los separa, y desde entonces escribir y leer se convierten en dos vicios solitarios. Y como, a diferencia de las manifestaciones orales, presididas por el principio de unidad de acto, los signos escritos admiten combinaciones innumerables sin límite tasado, el Romanticismo encontró en ella su medio de expresión predilecto, porque al alma romántica, de anhelos infinitos, se le quedaba corto el elemento oral, con sus restricciones espacio-temporales y sus compromisos morales implícitos, y en cambio encontró en el papel, que lo aguanta todo, un soporte idóneo para abandonarse a una orgía de expresividad subjetiva. El escritor romántico, en el secreto de su gabinete, no se preocupa de instruir ni deleitar a un público que no ve, sino sólo de "dejar por escrito" su mundo íntimo que, aunque sólo suyo, imagina por algún motivo de interés general, y desde lontananza invita al lector anónimo a compartir su intensidad expresiva, sin prometerle, eso sí, entretenimiento ni información sobre temas comunes, despreciados achaques del pasado. Con el Romanticismo decimonónico, la cultura se torna literaria en grado eminente y, durante el siglo XX, la burocratización general del mundo exaspera aún más esa tendencia, toda vez que la escritura y el texto son aliados naturales de la razón instrumental, que porfía por el control de las masas y su obediencia.
Investigaciones recientes descubren un renacimiento de la oralidad en nuestro tiempo: la radio, el teléfono y la televisión recuperan estilos orales, y ahora la cibernética y sobre todo las nuevas redes sociales, aunque usan medios escritos, acusan visiblemente la impronta de una oralidad de origen entre sus usuarios, que actúan y se comunican gozosamente como miembros de una renacida comunidad. ¿Será el siglo XXI el del retorno al arte y la cultura de la responsabilidad y la sociabilidad perdidas?
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