El otro arte de la comedia
A pesar de su envoltorio barroco y posromántico, el de Francisco Nieva es un teatro de la palabra justa y bien temperada, lleno de sugerencias difíciles de materializar en la puesta en escena. Quizá por eso, su obra representada más atinadamente en los últimos 25 años sea Las brujas de Madrid, serial encargo de Radio Nacional de España, seguida de Zorras y lobas, donde el director Juanjo Granda supo sortear lo evidente.
Tórtolas, crepúsculo y... telón, escrita en París en los años cincuenta, gira en torno a una compañía de actores obligada a pernoctar en el escenario de un coliseo fantasmal, empotrado entre casas particulares con acceso privado a los palcos. Es una comedia sobre el enfrentamiento, hoy en su apogeo, entre el teatro dramático, escrito para el gran público, y un teatro posdramático minoritario aún, en el que se difuminan los límites entre vida y ficción e intérprete y personaje. En las sorpresas que emergen desde esos palcos espectrales y en la controversia que mantiene la primera actriz de la compañía con una vestal posdramática que recuerda vagamente a Angélica Liddell estriba el interés principal de la función, cuyo segundo acto se descentra en peripecias y puntos de fuga.
TÓRTOLAS, CREPÚSCULO Y... TELÓN
Autor y director: Francisco Nieva. Intérpretes: Esperanza Roy, Manuel de Blas, José Lifante, Jeannine Mestre, Ángeles Martín, Beatriz Bergamín... Teatro Valle-Inclán. Hasta el 20 de junio.
Las obras de Nieva, de aliento novelesco, necesitan del fuelle de una puesta en escena ajena: les sentaría de miedo un director que moviera sus momentos corales a la manera de Tadeusz Kantor. En el primer acto de esta, dirigida por el propio autor en un espacio escénico que lleva impreso el sello inquietante de José Hernández, la llama del interés se renueva a base de pellizcos furtivos a la lógica, trucos de entrada de payasos y reflexiones agudas sobre el arte de la comedia. Del segundo, donde las sorpresas se agotan y el debate se difumina, se va ense-ñoreando el estatismo de sus protagonistas maniatados y de sus captores, dos frailes embutidos en un hábito almidonado y pesado. A estas alturas, lo que mantiene nuestra atención alerta es el feroz trabajo interpretativo de Esperanza Roy, la vivacidad de Pablo Baldor y Fernando Gallego (cruce entre Zipi y Zape y Tweedledee y Tweedledum) y la comicidad de Ángeles Martín. José Lifante da estupendamente el arquetipo de galán crepuscular, a lo Guillermo Marín, y Jeannine Mestre el de musa posdramática. El portero (Manuel de Blas) necesitaría una caracterización y una interpretación menos expresionistas para resultar desasosegador.
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