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Columna
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La defunción del arte

Cada vez que a alguien se le ocurre decir que el arte ha muerto, sobre todo si se trata de un profesor jubilado de estética, me acuerdo de aquella anécdota teatral donde en una de las escenas del espectáculo suenan tambores y trompetas y un figurante ha de exclamar: "El rey ha vuelto". Pero se hace un lío, y lo que dice es que el rey ha muerto. Desconcierto general entre los actores en escena y los espectadores en la sala. Pero el figurante es avispado, de modo que en seguida añade: "Pero ya se encuentra algo mejor y de un momento a otro hará su entrada". Las disquisiciones académicas sobre el arte que lleva a cabo una pléyade de incansables estudiosos al menos tan numerosa o más que la de los propios artistas (o que alardean de serlo) resultan a menudo más estrafalarias que las obras que consideran. Hace unos días se levantó una cierta polvareda acerca de la obra de Miquel Barceló (que personalmente me interesa tan poco como sus admiradores o sus detractores) en la que un especialista la ponía a caldo mientras que otro, aunque con reservas, la elogiaba. Y digo yo si Barceló importará algo no ya en la historia del arte, si no al ciudadano en general, fuera de los marchantes y de las instituciones que le encargan la decoración de bóvedas muy parecida, aunque en colorines, a las estalactitas de las cuevas de San José en La Vall d'Uixó

Hace algunos días también (y doy la vara con esto para no hablar otra vez del plasta de Francisco Camps y sus blasqueros) Félix de Azúa decía que abandonaba el columnismo periodístico debido a que, caído ya del guindo, había reparado en que su ejercicio no contribuye en nada a cambiar el mundo. No está mal ese descubrimiento después de más de treinta años de machacarnos. Lo malo es que se acoge a la explicación de la estirpe de la Escuela de Francfort para repreguntarse cómo se puede hacer poesía después de la experiencia del Holocausto. Él la hizo, y no muy afortunada, por cierto, cegado quizás por las terribles sombras del genocidio, pero acaso no debería olvidar que Jorge Semprún ha hecho casi toda su obra, y bien que ha hecho, a la sombra de su lejana experiencia de prisionero en Buchenwald, por lo que se ve que la sombra de la ausencia del ciprés también es alargada.

Por lo demás, el columnismo periodístico jamás ha cambiado el mundo: lo ha contado a su manera más o menos diaria y sin esperar que las piscinas privadas de verano fueran tomadas en masa a causa del frío que se atribuye al asalto de los palacios de invierno. En cuanto al arte y sus múltiples defunciones, no sólo es que antes habría que ponerse de acuerdo sobre qué cosa es eso, sino que cualquier pelanas, desde Warhol hasta Barceló, han vivido muy confortablemente sin tener que jubilarse dando clases sobre qué clase de cosa puede ser lo que hacen o hacían. Quizás conviene añadir que el arte es el único fallecido que ha regresado de su tumba para reclamar sus derechos. Una actitud muy viva.

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