Canción de amor en las puertas del infierno
La muerte de la literatura se ha proclamado tantas veces que a nadie parece interesarle ya su resurrección. Será porque entre tanto cadáver ambulante, resulta difícil identificar a los escasos ejemplares de carne y hueso, igual que en la escena titular de El baile de los vampiros, la película de Polanski. Polanski, con su humor negro y sus floraciones de belleza en medio del horror, no sólo es compatriota de Marek Bienczyk, sino probablemente también hermano en espíritu. La visión compasiva del mundo, la mirada lúcida y poética, el ardoroso empuje creativo de un lenguaje propio y original asocia la presente novela a la obra cinematográfica de Polanski. Aunque lo que coloca Tworki (El manicomio) a años luz del reinante realismo descriptivo de las ficciones narrativas -preferentemente en primera persona- es su poderío literario que evoca y convoca milagrosamente todas las artes a la vez: pinta óleos impresionistas, toca minuetos y zarabandas, escribe poesías dadaístas, hace malabarismos de animación digital y lo mezcla todo con juguetones retruécanos, aliteraciones y rimas. Un prodigio imaginativo y una valiente demostración de lo que es capaz la literatura, y sólo la literatura.
Tworki (El manicomio)
Marek Bienczyk
Traducción de Maila Lema Quintana
Acantilado. Barcelona, 2010
223 páginas. 19 euros
Un dulce halo mágico envuelve la historia que tiene lugar en Tworki, pues es una historia de amor, o varias historias de amor en una. Y ese manicomio, regido durante la ocupación nazi de Polonia por una especie de Theo Schindler, se convierte, por gracia del amor, en santuario para unos jóvenes patriotas polacos que tienen motivos por querer pasar desapercibidos, al pertenecer a la Resistencia los unos y ser judíos los otros. Este esqueleto argumental, sin embargo, sólo se intuye por conjeturas y a duras penas. La trama se desarrolla en múltiples elipsis sólo mediante las vivencias interiores de los personajes; de sus identidades o actividades políticas apenas se averigua nada. De ahí que, durante los primeros dos tercios, la novela despliega con parsimonia una cola de pavo real de encuentros entre el protagonista, Jurek Tarambana Príncipe Rana o Jureczek Triste Alma de Alpiste, y Sonia, la segunda contable y diosa Aurora para todos los habitantes de Tworki, a los que se unen Janka, Olek, Marcel, Witek y mamá. Y estos encuentros, donde se pasea por el parque del manicomio hacia el columpio, o se celebra el cumpleaños de Sonia a orillas del río, son como breves estancias en el paraíso, en los que Bienczyk erige un altar de flores al amor y la amistad.
Pero a pesar de una desbordante emotividad, del uso (deliberado, a mi entender) del tópico del poeta enamorado o del manicomio poblado con enfermos llamados Goethe, Durero o El Zorro, a pesar incluso del desgaste del marco histórico, la novela no cae en el edulcoramiento, ni en el sensacionalismo del horror. Bienczyk precisamente no urde con el material biográfico que encontró otro drama trillado de víctimas y verdugos, de feroces alemanes nazis y sufridos polacos y judíos, sino que añade una nueva dimensión a los hechos, la dimensión de la empatía. Esta mirada llena de afecto rescata a los personajes de su fatal destino y del aciago momento histórico. El autor para por unos instantes de felicidad la rueda de la historia antes de que esta venga y aplaste a todos. Tworki existe. Fue y es un hospital psiquiátrico real cerca de Varsovia, y es una versión bastante inaudita de lo que pudo haber ocurrido allí durante la Segunda Guerra Mundial la que plantea Bienczyk, escritor venerado en Polonia y poco conocido en el extranjero: en medio de la deshumanización, rodeado por el infierno de la guerra, persiste el natural deseo de felicidad, sobreviven la fraternidad y la bondad.
La Historia con mayúsculas depara, según Bienczyk, extrañas lecciones. La de la guerra y el odio es la necesaria recuperación de la humanidad, como ilustra la escena en la que uno de los locos intenta consolar a Jurek, el contable profesional y poeta vocacional, tras la pérdida de Sonia: "Diga, señor contable: 'hombre'. (...) -No lo voy a decir
... -gritó Jurek fuera de sí, con angustia en la voz. -Diga, señor contable: 'Humanidad'. -No lo voy a decir... -gritó Jurek y se echó a llorar. Antiplatón le acarició el brazo y le susurró en tono confidencial, como si le estuvieran escuchando: -Yo le ayudo, señor fracturador. Hay que empezar por el principio. (
...) Hay que buscar una rima para Sonia".
La rima para la amada muerta queda fijada en el espacio de la memoria, igual que la temblorosa imagen del sol de la mañana sobre los fragantes arriates del parque de Tworki y las virutas de humo de la pipa de Goethe. Un espacio antes acaso poblado de espectros del resentimiento y de la destrucción se ha llenado con esta novela de otras voces. Quien todavía duda que se pueda escribir -no describir, ojo- un cuadro, un Chagall, pero uno que se mece, baila y canta, que lea esta imaginativa, emocionante novela.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.