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IDA Y VUELTA
Columna
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La pizarra del cielo

Antonio Muñoz Molina

Cuando era niña Vija Celmins veía los aviones militares volando en los cielos de Europa. Nacida en 1938, las imágenes de la guerra se le grabaron con claridad en la memoria, al mismo tiempo que la sensación de peligro, de intemperie y de tránsito. Después de escapar de su país ensombrecido por la invasión soviética y de atravesar una Alemania en ruinas sus padres emigraron con ella a los Estados Unidos. Con diez años era una niña aplicada y solitaria que no hablaba inglés y que para hacerse entender por su maestra o por los compañeros de la escuela dibujaba las cosas que aún no sabía nombrar. No hace falta conocer su biografía para intuir que Vija Celmins era de esos niños que disfrutaron de la escuela, de la felicidad del olor de la goma y de la madera, de los cuadernos y los lápices, del ensimismamiento en el dibujo y en la caligrafía, la cabeza inclinada sobre el pupitre, la cara casi rozando el papel, la mano derecha apretando con mucha fuerza el lápiz, que acaba formando un callo en la primera falange del dedo corazón. Se la ve dibujar en algunas filmaciones recientes y en su cara de mujer que no es joven hace mucho pero que tiene todavía un redondeado infantil hay ese mismo gesto de atención sosegada con que dibujaría de niña en un cuaderno escolar las siluetas de los aviones de guerra que atronaban el cielo. Más de veinte años después, en su otra vida americana, los aviones nunca borrados del recuerdo irrumpieron de nuevo, en el blanco y negro de los noticiarios de otra guerra que ahora no se veían en los cines, sino en las pantallas de los televisores: Vija Celmins volvió a dibujarlos, ahora con su pleno dominio del oficio, el blanco y negro del lápiz sobre el papel mostrando con exactitud documental los aviones americanos que bombardeaban Vietnam, detallados e inmóviles en el cielo como ilustraciones en una enciclopedia.

La quietud es uno de los placeres de la pintura, dice Celmins; la quietud que requiere su ejercicio y la que es necesaria para su contemplación. No le basta que un cuadro o un dibujo sean mirados: utiliza con frecuencia el verbo inspeccionar. Uno se acerca a una obra de Vija Celmins y ha de inclinarse sobre ella para inspeccionarla, porque de otro modo no hay manera de percibir sus detalles inagotables, de intuir más allá de la evidencia del trabajo entregado la duración del tiempo que hizo falta para su culminación. La negrura de uno de sus cielos nocturnos punteados de constelaciones no ocupa un tamaño mayor que el de una hoja de cuaderno de dibujo, pero puede haberle costado un año. El negro del grafito se ha ido volviendo más profundo y más ilimitado según la mujer afanosa continuaba frotando contra el papel la punta del lápiz. La luz de una estrella rodeada por un tenue halo de claridad es el espacio mínimo de papel dejado en blanco. El lápiz se habrá ido reduciendo de tamaño entre sus dedos, como en la época de la infancia de Vija Celmins en la que un solo lápiz o una hoja de papel eran tan valiosos que no podían desperdiciarse, y en la que los niños aprendían las primeras letras sobre una pizarra. El dibujo final es tan esmerado como si debiera pasar la inspección de un maestro severo, en una escuela con bolas del mundo y mapas de hule y pupitres de madera muy frotada en la que los cristales de las ventanas vibran cuando pasan aviones.

Hay pupitres y pizarras en la exposición de Vija Celmins que acaba de empezar en la galería McKee de Nueva York; hay grabados y dibujos de constelaciones, de telas de araña tejidas con una liviana geometría como de Paul Klee; hay un pequeño cuadro al óleo que parece un espacio en blanco poblado de cuerpos celestes y que cuando se lo mira más despacio y más de cerca resulta ser la superficie moteada y convexa de una caracola. Vija Celmins ejerce con perseverancia más bien solitaria las tareas artesanales de su oficio: pero también tiene un talento muy agudo para la poesía de los objetos encontrados, y si en otras épocas ha creado singulares esculturas ordenando sobre superficies planas piedras recogidas por ella en los desiertos de California y de Nuevo México esta vez ha elegido mostrar pequeñas pizarras con marcos de madera como las que usaría en las escuelas de su infancia. Encontró por casualidad docenas de ellas en uno de esos mercadillos de objetos absurdos que se instalan las mañanas de domingo en garajes y en aparcamientos vacíos de Nueva York y le despertaron los recuerdos. En una pared blanca de la galería McKee cuelga una pequeña pizarra que tiene atado de un hilo el pizarrín con el que se escribía sobre ella. Un poco más allá, sobre un pupitre de otra época, hay una pizarra y encima de ella un revólver de juguete que despierta por igual amenaza y ternura: es uno de esos revólveres que nos parecían más verdaderos porque estaban hechos de metal y no de plástico, los que recibían como regalos los mismos niños pudientes a los que los Reyes Magos les traían también balones de reglamento y trenes eléctricos. Algunas de las pizarras son cuidadosas reproducciones en bronce, tan bien hechas que se confunden con las otras puestas junto a ellas. Una escultura es un objeto laboriosamente construido y también puede ser la conjunción de dos o tres cosas encontradas por azar. Vija Celmins no dibuja premiosamente un pupitre y sobre él una pizarra y un revólver: toma un pupitre de verdad, comprado en algún anticuario, y la pizarra tangible y el revólver tienen esa belleza inesperada que encontraba Lautréamont en una máquina de coser y un paraguas encima de un quirófano.

Ahora comprendo que la exposición es una sutil autobiografía sin palabras, el esbozo de una poética. Y lo mismo que las mejores autobiografías le cuentan su propia vida al lector, en la de Vija Celmins yo reconozco la mía. Yo aprendí a escribir y a hacer los números y las primeras cuentas en una pizarra como ésta. Si me fuera permitido tocarla reconocería la superficie lisa y las nervaduras gastadas de la madera del marco: mis dedos apretarían ese pizarrín casi gastado que cuelga de su hilo, para que no se pierda. El negro mineral sobre el que Vija Celmins trazó de niña sus primeros signos prefigura los poderosos negros de grafito con los que después dibujó cielos estrellados. Pero no fue un propósito, sino un descubrimiento nacido del mismo material, ha explicado: Los cielos nocturnos surgieron del lápiz, de apretar el lápiz tan fuerte y enamorarme de esa negrura. En algunas de las pizarras se pueden distinguir rastros de números y letras casi borrados, igual que se leen en los marcos incisiones de nombres. En un mercadillo de Nueva York Vija Celmins examinaría como un tesoro ese montón de pizarras, venidas quién sabe de dónde, y se imaginaría que alguna de ellas podía haberle pertenecido de niña, llevar todavía huellas de sus dedos manchados de tiza.

Vija Celmins: New Paintings, Objects and Prints. McKee Gallery. Nueva York. Hasta el 25 de junio. www.mckeegallery.com.

<i>Blackboard Tableau 4</i> (2007-2010), de Vija Celmins (Riga, 1938), en la galería McKee de Nueva York.
Blackboard Tableau 4 (2007-2010), de Vija Celmins (Riga, 1938), en la galería McKee de Nueva York.

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