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Columna
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Bajo el volcán

Me hierve la sangre como lava, sabiendo, como sé, que en Galicia no hay volcanes. Es una oportunidad geológica perdida de ser un centro de atracción mundial. Y es que esto está mal distribuido. Nosotros también tenemos islas, qué caramba, pero no entran en erupción. Hawai, Islandia, Filipinas, Sicilia... ¿Cuánta pasta les habrán sacado a los turistas por ver esos ríos incandescentes sumergiéndose en el mar? Si se pudieran organizar confederaciones de autonomías con criterios lógicos, Galicia tendría que estar confederada con una parte de Andalucía y con la Comunidad Canaria por el mero hecho de ser atlánticos. Esto nos daría, por lo menos, el consuelo de que nuestros aliados guanches viven sobre volcanes: nosotros tendríamos asiento de primera fila en caso de erupción y ellos estarían en un palco de honor en la vikingada de Catoira. Si el criterio de este tipo de alianza no fuera excluyente, podríamos también añadir a Cataluña (pero lamentablemente no a Andalucía) por ser una comunidad donde el espectáculo de los toros es prácticamente inexistente. Igual que ocurre en Canarias, nos apuntaríamos al carro de la prohibición del Gran Festival Ibérico de la Sangre. Un servidor intentó en su día ser torero bajo el nombre de Er Juli do Calvario (así, en multilingüe) pero cuando vio que aquello era una porquería maloliente decidió cortarse la coleta y dedicarse al arte por otros derroteros (los de la derrota, claro) y así lidiar con otras estupideces humanas menos antihigiénicas y peligrosas, aunque no por ello menos estúpidas. Las escasas corridas de toros (esperemos que las otras sean más abundantes) que se celebran en Galicia son una mancha en nuestro expediente, pero, con una política audaz e inteligente de alianzas, podemos redimirnos sin más cornadas que las que la vida nos da, que ya son suficientes. ¡Mú!

Las escasas corridas de toros que se celebran en Galicia son una mancha en nuestro expediente

Dada la afición de nuestro presidente Feijóo a dar consejos al Gobierno central -con un afán intervencionista no exento de la voluntad de recorrer el camino de Fraga al revés, esto es, de Galicia a Madrid- debe ya plantearse añadir la exigencia de una vulcanización, urgente y adecuada, de Galicia. El proverbial carácter indolente, apático y ambiguo de los gallegos -este último, en su sentido peyorativo, es el que Rosa Díez (La Niña de San Mamés) achaca a Zapatero (Contentito de León)- no debe sino evolucionar hacia una actividad sísmica catártica, un torrente de lava con RH sulfuroso que vulcanice nuestro caucho y que acabe con los tópicos. Valor y al toro, señor presidente. Déjese crecer la coleta para que Rajoy entre al trapo y le dé la alternativa, y así deje usted de ser el monosabio y pase a la categoría de primera espada. A don Mariano parece importarle un pito lo que diga la Justicia sobre Camps. Aproveche usted la ocasión y, en vez de aceptar trajes de 3.000 euros, vístase de luces y agarre al toro por los cuernos para conseguir un volcán en permanente erupción para Galicia, que bien podría estar situado Melide, el centro geográfico, y que ilumine nuestras melancólicas noches de otoño. Y procure que sea un volcán de los bonitos, de esos que escupen fuego y dejan la ceniza en el cenicero.

Nos contaba un amigo el otro día el caso del parque de Yellowstone. En él había evidencias inequívocas de la existencia de un volcán por esos trucos que manejan los geólogos de sedimentos, capas y demás. Bueno, pues ni Dios daba con el dichoso cráter. Por muy inactivo que aquello estuviera, era científicamente imposible que no apareciera. Al cabo de un tiempo se presentó por allí un tipo que debía ser descendiente de Auguste Dupin, el detective de Edgar Allan Poe que resolvió el misterio de La carta robada. La solución estaba por todas partes: todo Yellowstone ES un cráter. Entra en actividad una vez cada varios millones de años pero eso, en términos geológicos, es un pispás. Una erupción como la que fulminó la isla del Krakatoa destruiría toda Norteamérica y parte del extranjero. Quizá Galicia sea también un cráter -un polvorín sobre el que estemos sentando nuestras reales posaderas- y la nuestra sea una vida volcánica más apasionante de lo que nunca sospechamos.

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