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Columna
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La receta de la felicidad

Sabemos que el gran propósito de la vida es ser feliz. Y la felicidad está determinada por la capacidad de disfrute. Hay personas a quienes les cuesta encontrar motivos de gozo, momentos alegres, su cota de bienestar está realmente alta y sólo la alcanzan propulsados por un gran seísmo emocional como un ascenso, un beso nuevo o el nacimiento de un hijo. Gente que transita por los días como por unas escaleras mecánicas, posando distraídamente el pie sobre las nuevas jornadas que se suceden inercialmente mientras espera la recompensa de llegar a la siguiente etapa.

Sin embargo existen esos otros seres humanos que encuentran microplaceres por el camino y en lugares insospechados. Personas que se ilusionan con ver el arco iris, con el perfume del café, con el color de un mantel, con descubrir una canica en la acera. Algunas terapias psicológicas contra la depresión consisten, precisamente, en hipersensibilizar al paciente, en convertirlo en un ser más permeable a las emociones agradables que le rodean, en enseñarle a valorar el gusto de encontrar aparcamiento a la primera, de hallar su plato preferido en un menú, de no haber abierto el paraguas en todo un día de malos pronósticos meteorológicos.

Muchos madrileños no necesitan acudir a la plaza de Las Ventas para sentir el vértigo del coso

La felicidad de la vida es la suma del placer acumulado a lo largo de los días que, a su vez, han valido más o menos dependiendo de los momentos de satisfacción que hayamos podido extraerles. El azar nos regala vivencias extraordinarias y luego es capaz de golpearnos con fulminantes desgracias. Pero, básicamente, corre de nuestra cuenta saldar en positivo la existencia.

Depende de nuestra sensibilidad apreciar con mayor o menor intensidad las ondas positivas flotantes en la cotidianidad. Pero esa atmósfera enriquecida no sólo flota alrededor de nuestro día a día, sino que se extiende como una gran nube volcánica sobre la ciudad donde residimos. Ciertos acontecimientos en las metrópolis producen un entusiasmo colectivo, concentran la pasión de muchos habitantes y esa radiación puede resultar contagiosa. Las poblaciones son un organismo. Existe una conexión sentimental, emocional entre sus ciudadanos que actúan como células. Si algún punto del cuerpo urbano se está estremeciendo es lógico que el resto sienta de alguna manera la reverberación de ese escalofrío.

Hoy Madrid está copada de festejos que actúan como inyecciones de adrenalina disolviéndose lentamente en las venas de la ciudad. La semana pasada, por ejemplo, comenzó la feria de San Isidro. Muchos madrileños no necesitan acudir a la plaza para sentir el vértigo del ritual, la celebración, el festejo de Las Ventas, del coso y de sus alrededores, incluso de los momentos previos y posteriores a la corrida. Lo mismo ocurre con el Masters de Tenis que acaba de arrancar o con el Rock in Rio que explotará en menos de un mes. Para algunos madrileños es suficiente saber que parte de la capital está vibrando para conectar subliminalmente con esa emoción.

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Ahora que se templan las sobremesas buscamos motivos de distensión, de esparcimiento y recreo. No estamos para escatimar festejos, planes para tardes soleadas, para noches claras, aplausos, camisas nuevas, puros, rones con Coca-Cola, encuentros con los amigos, peticiones de bises, carajillos, olés, labios pintados, perfumes recién vaporizados. Aprovechemos las verbenas, los festivales de música, las terrazas, el circo, el final de la Liga, la final de la Champions en el Bernabéu, un posible desfile por Neptuno... todas las excusas que nos pueda brindar esta ciudad para sentirnos vivos.

No sólo acecharán los malos momentos, sino que la propia anestesia vital es ya un veneno, un narcótico a combatir. La felicidad no es la ausencia de tristeza, sino una sustancia tangible, es una esencia que se recolecta y se atesora, que se mima y se degusta. Algunas personas tienen ese don, una habilidad especial para hallar entre la tierra de la rutina pepitas de alegría, destellos breves de optimismo y satisfacción. Otras, sin embargo, seguimos luchando por calibrar esa óptica sensorial, aprendiendo de quienes ríen cuando permanecemos serios, de quienes oyen el mar en la lejanía de la M-50, de quienes cuelgan con emoción en Facebook fotos de los tulipanes de su jardín. Quizá se trate de ser un poco más infantiles. De ser, sin duda, mucho más sabios.

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