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Columna
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Pan y toros

Antonio Elorza

Mi opinión sobre el tema se encuentra condicionada por un episodio ya lejano. Fue en agosto de 1951 cuando mi padre me llevó sorprendentemente a presenciar una corrida en Las Ventas. El torero más destacado de la terna era Antonio Bienvenida, un clásico que estropeaba casi siempre la faena a la hora de matar. Así sucedió también entonces. Lo intentó una y otra vez, dejando al pobre animal convertido en un acerico. Aquello me asqueó y nunca más asistí a una corrida, sumándome con el tiempo a aquellos que ven en la llamada fiesta nacional un acto de barbarie ritualizada y una expresión de la España tradicional que se niega a entrar de veras en la era de la razón. Por eso disfruté al preparar en las postrimerías del franquismo la edición del panfleto clandestino de León Arroyal que, difundido bajo el título de Pan y toros, selló hacia 1792 la asociación entre irracionalidad del poder absoluto y manipulación del pueblo mediante la fiesta.

Es cínico evocar la vida feliz de los toros cuando el desenlace es la muerte del animal vomitando sangre

La crítica ilustrada fue el punto de partida que llevó a su condena por tantos españoles razonantes y que se resume en hechos tales como que en el programa de nuestro antepasado El Sol, el fundador, Nicolás Urgoiti, asociara en el rechazo "corridas de toros y espectáculos degradantes". Para su gran dibujante Bagaría, la plaza de toros y el cuartel, fundidos en una sola imagen, configuraban el icono de una España irreformable.

Claro que hubo otras opiniones. Ayguals de Izco, novelista republicano y xenófobo, escribió hacia 1845 que la fiesta de toros era nuestra fórmula ejemplar de democracia, con el público imponiendo la concesión de la oreja. Paralelamente, el toreador de Carmen resultaba consagrado como emblema del estereotipo hispano-andalucista, convirtiéndose en "una de las señas de identidad de nuestro país", según recuerda el Manifiesto pro-tauromaquia leído por Savater con fondo de pasodobles ante egregios representantes del casticismo. Y un sector de la elite intelectual del pasado siglo ensalzó la corrida por sus valores estéticos y desde ella creó arte: recordemos La tauromaquia de Picasso.

Sólo que esta dimensión de la corrida puede también ser adscrita a otras manifestaciones festivas con momentos de indudable belleza y significación identitaria. Ahí está esa caza del zorro en Inglaterra, que excitaba la sexualidad de Engels. Ahí está el boxeo: la danza de destrucción del otro púgil practicada sobre la lona por Cassius Clay era sin duda hermosa. Tanto en el aniquilamiento del hombre por el hombre de los viejos y nuevos gladiadores, como en los rituales de sacrificio con el animal como víctima, se dan dimensiones culturales, así como emoción y disfrute público de la sangre en la arena para satisfacer la demanda de las masas.

La cuestión no reside en aceptar o negar esa dimensión, sino en evaluar si es tolerable o no la carga de inhumanidad que comporta, y que difícilmente puede avalar la consideración de la fiesta como "bien cultural". Sea de hombre a hombre, o por reconocer que los animales son dignos de consideración, tal y como puedan serlo los humanos cuando reciben sistemáticamente maltratos, torturas o agresiones injustificadas. Cierto que sería inútil limitarse a la condena de las corridas sin tener en cuenta el terrible trato que sufren los animales por su carne o por sus pieles en granjas y mataderos. La fiesta de toros constituye la parte visible de un iceberg: la actitud depredadora del hombre sobre el mundo animal y sobre el medio físico. Su prohibición supondría un primer paso. Y resulta de un cinismo intolerable evocar la vida feliz de los toros en las dehesas, ecología cañí, cuando el desenlace es la muerte del animal vomitando sangre en el dolor. También un espléndido trato precedía a la ejecución de la víctima en el sacrificio azteca de Xipetotec. La batalla contra la tauromaquia apunta a la necesidad de una profunda revolución cultural, nada arcaizante, rigurosamente humanista.

Los términos del dilema están claros desde que lo plantearan budistas y jainistas en la India clásica. Frente a un ordenamiento basado en el ejercicio de la violencia (himsa), con el sacrificio como manifestación primordial, la exigencia de nuevas relaciones solidarias, no violentas, tanto entre los propios hombres como respecto de los animales. Ahimsa, "no matar un ser vivo": el concepto surge por oposición a la muerte de animales indefensos, signo de crueldad e ignorancia. Asumir ahimsa equivale a construir un orden moral fundado sobre el reconocimiento de que nuestra propia vida depende de preservar el mundo animal y la naturaleza. Algo hoy plenamente válido.

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