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Columna
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Las suecas y el 'seiscientos'

El tiempo pasaba, despacioso para los jóvenes, fugaz para los viejos, de plomo para los afligidos, y no se advirtieran síntomas de querer volver al pasado inmediato sino desbocarse por las anchas pistas de un futuro desconocido para casi todo el mundo. Por encima de España habían pasado una guerra civil y tangencialmente, la Segunda Mundial; tanto estrépito solo podía traer novedades y actitudes inéditas. El recuerdo inmediato era lacerante, para todos, aunque asomara el despunte de una clase privilegiada. La referencia de la República, en lo que concierne a mis vivencias y pese al barniz pastoril y arcádico que se le quiera dar ahora, guardaba pocos atractivos y la memoria de huelgas, atentados, crisis permanentes del poder y el clímax de la fragmentación que pronosticara Antonio Machado.

Las calles y paseos de Madrid se llenaron de esbeltas ondinas faldicortas y bronceadas

Ahí estaba el porvenir inmediato, sin referencias. Para la sociedad, una emergente clase media, muy restringida durante la Monarquía y estupefacta a lo largo de la convulsa experiencia republicana. Nuevos ricos, surgidos de entre los vencedores, con ciertas canonjías y preferencias para los excombatientes, excautivos, nuevos profesos del régimen, con inéditas realidades, como la consecuencia del Auxilio Social que desde su clientela menesterosa fue a parar al invento de la Seguridad Social. Seguían coleando viejos tics y, durante aquellos 40 y 50 fue más visible la fuerza y la influencia de una iglesia y de unos acólitos enardecidos por el triunfo. Tiempos de gloria para la clerigalla, cuando el certificado del párroco tenía el valor suplementario del otorgado por la Guardia Civil. Eran parte del panorama ciudadano los hábitos de monjas, curas y frailes, cuya presencia se había emboscado durante los años anteriores. Pude comprobar que no había vuelo de Iberia -que se multiplicaban mes a mes- sin transportar eclesiásticos de ambos sexos cuya movilidad llamaba la atención por el distintivo de sus vestiduras. Volar, entre Madrid y Barcelona, Sevilla o París no era usual y recuerdo el aeropuerto de Barajas como una sola pista a la que se llegaba con el automóvil o el taxi hasta la aduana, un sencillo mostrador bajo, donde los viajeros depositaban las valijas, manoseadas por los carabineros, aún no fusionados, creo, con la Guardia Civil. Por cierto, a veces se escuchaban estentóreas protestas, exigiendo que el funcionario se pusiera los guantes reglamentarios; solían proceder de altos jerarcas civiles, políticos o sus puntillosas cónyuges.

La profunda revolución, como las antiguas invasiones, llegó por los litorales. La rígida moral era una especie de botín espiritual para quienes padecieron persecución en la zona roja y se tomaban la revancha. Era cierto -yo lo vi- que los guardias municipales tuvieron la consigna de vigilar y hacer cumplir la estúpida ordenanza de que, en la playa, se mantuviera la separación de sexos y que nadie pudiera ponerse de pie en traje de baño, sino con el albornoz ceñido. Algunas viejas beatorras estarían oteando con prismáticos.

Pero incluso el mayor fanatismo político es sensible a las exigencias económicas y las resecas catequistas dejaron de encontrar eco entre la jerarquía al producirse la llegada de grandes contingentes de turistas suecos, decididos heliófilos dispuestos a quemarse la mayor superficie de la anatomía en las playas levantinas. Llevaban la levedad de sus trajes en el interior y las calles y paseos de Madrid se llenaron de esbeltas ondinas faldicortas y bronceadas, acompañadas de fornidos machos con sandalias y calcetines.

Fue un duro golpe para la moral de sacristía. Oí contar -y debió suceder simultáneamente en distintos lugares- la ya descafeinada ira del cura que denostaba a la parroquiana por no llevar medias en la iglesia. A veces era falta de información del guardián de la fe, cuando la piadosa clienta tenía que aclararle que sí llevaba medias, pero sin costura, una moda reciente, con la que -perdón por la opinión subjetiva- nunca estuve de acuerdo. Aunque no la conocí en profundidad, creo que se ha interpretado mal la influencia de la Sección Femenina que tuvo la osadía de pasear los pololos por tierras de España y de Latinoamérica. Las chicas que conocí, sujetas al Servicio Social, me parecieron alegres, sumamente abiertas y generosas con el tiempo que las dejaban libres los albergues.

El gran protagonista del cambio, el robespierre sobre ruedas de la nueva época, fue el seiscientos. Ya funcionaba la factoría SEAT, dentro del Instituto Nacional de Industria (INI) desde 1950, porque mucha gente se dedicaba a otras cosas, además de asesinar por las cunetas. La imperiosa fuerza de la modernidad llevó a la firma italiana FIAT a instalarse en España, bajo el nombre de Sociedad Española de Automóviles de Turismo, las siglas SEAT, que comenzaron tímidamente con el modelo 1.400, al que siguieron el 1.800 y el 1.900, para el año 1957 lanzar la diminuta estrella de su poderío: el seiscientos, del que se hicieron más de 800.000 coches desde el inicio hasta 1973 en que dejó de fabricarse. El españolito se motorizaba. Un precio asequible, una parodia de automóvil donde cabían entre cuatro y ocho personas, prácticamente desbordó a los también populares vehículos franceses, el Renault, el Citroën, los alemanes DKW, el Volkswagen, con lujosas incursiones en los Opel y los míticos Mercedes, sueño de toreros y estraperlistas. Dicen que se quitaron los tranvías de Madrid para favorecer a la industria del automóvil. ¡Un error, un gran error!

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