Lorenzo Romero, miembro del equipo fundacional de EL PAÍS
A Lorenzo Romero la vida le ha jugado una mala pasada. Estaba a punto de cumplir 60 años y soñaba en voz alta con dedicar los próximos a escribir cuentos y relatos. De hecho, ya había terminado un libro de cada uno de estos géneros y había empezado a moverlos entre amigos para que le hicieran las observaciones pertinentes. Y en éstas estaba cuando se lo ha llevado una funesta y fulminante enfermedad.
Nacido en Madrid el 10 de mayo de 1950, Lorenzo Romero formó parte, con 26 años, del equipo fundacional de EL PAÍS dirigido por Juan Luis Cebrián. Confeccionador y luego jefe de Confección, desempeñaría sucesivamente los puestos de redactor jefe de Diseño, redactor jefe de Cierre y editor gráfico. En 1996, cuando este periódico cumplía los 20 años de existencia, Romero, junto a Mariló Ruiz de Elvira, alumbraría www.elpais.es, la primera edición digital de este periódico. Periodista formado en la antigua escuela, la de las redacciones ruidosas, humeantes y con algún que otro compañero con unos tragos de más, Lorenzo Romero no le hizo nunca ascos a las nuevas tecnologías. Al contrario, en este periódico fue uno de los elementos clave en sucesivas renovaciones informáticas.
Fue responsable del nacimiento de la web del diario
Su papel, crucial, consistía en hacer entender a los técnicos y programadores cuáles eran las necesidades exactas de los redactores, los fotógrafos, los infógrafos y los diseñadores de un diario escrito. Los periodistas necesitaban (y necesitan) determinadas herramientas, y otras, muy útiles en otros campos, les resultaban superfluas o hasta les complicaban las vidas. Y a la par, Lorenzo Romero hacía comprender a sus compañeros periodistas que los ordenadores y los programas informáticos eran instrumentos a su servicio, no enemigos; instrumentos que les permitían trabajar y transmitir con mayor velocidad, pero que no les impedían en absoluto escribir crónicas, reportajes, entrevistas, análisis y editoriales, o hacer fotos, o abordar diseños, tan buenos como sus talentos se lo permitieran.
En estos últimos tiempos, Lorenzo Romero contemplaba con cierta ironía algunos de los debates bizantinos en que anda sumergida nuestra profesión: que si el papel está muerto, que si el futuro sólo es digital, que si tal y que si cual. Imaginaba un siglo XXI en el que, en diversos soportes, desde el papel, que duraría lo que la gente quisiera y no lo que los gurús dijeran, hasta lo que puede significar el iPad (hacía años que hablaba de un instrumento semejante), el periodismo con voluntad de sobrevivir tendría que ser más o menos el de siempre: el de la información propia, contrastada y relevante, y el del análisis, la documentación y la opinión que ayuda al público a entender lo que pasa y a forjarse un criterio. Muchas veces decía que el ser humano no mata jamás ningún medio de comunicación que le produzca saber y placer. Unos pueden ser en un momento dado más masivos, y en consecuencia, más negocio que otros, pero todos sobreviven: los títeres, el circo, el teatro, los libros, la ópera, la radio, el cine, la televisión, Internet... Y lo que venga. Y lo que todos necesitan, y necesitarán, son seres humanos que les doten de contenidos: informadores, escritores, tertulianos, actores, guionistas, directores...
Ciudadano progresista, Lorenzo Romero se desesperaba con las debilidades y las contradicciones del actual Gobierno español, al que reprochaba falta de brío, de contundencia, de claridad, de organización, de disciplina; pero aún más con la incapacidad de los conservadores españoles por convertirse de una vez por todas en una derecha centrada, moderada, constructiva, europea.
Madridista de pro, Lorenzo Romero reconocía caballerosamente las excelencias futbolísticas del Barça en las últimas dos temporadas y la virtuosa aportación azulgrana a la selección española. Había visto a esta última convertirse en la campeona de Europa y, lo que es más importante, depararle tardes y noches de gran disfrute, y paladeaba de antemano una victoria o, como mínimo, una gran actuación en el Mundial de Sudáfrica.
De ésas y otras cosas hablábamos en los últimos meses en la cafetería de EL PAÍS, a la que, a las tres en punto de la tarde, bajábamos los dos para compartir un rápido almuerzo con otros compañeros del periódico. Hasta que un día, hace unas pocas semanas, dejó de venir. Nos hizo llegar el mensaje de que tenía una lumbalgia, pero no era eso, era algo mucho peor, algo que le ha robado unos próximos años que él imaginaba como los más felices de su vida. Y que nos lo ha arrebatado.
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