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PUNTO DE OBSERVACIÓN | OPINIÓN
Columna
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La calle contra Wall Street

Soledad Gallego-Díaz

"Main Street contra Wall Street", ciudadanos organizados contra dinero organizado. Sin organización, sin presión, no se podrá lograr la reforma del sistema financiero, o, dicho más sencillamente, el control y vigilancia de los bancos que, con su avaricia y su opacidad, han llevado a medio mundo a una crisis formidable de desempleo y deuda. Lo dice Heather Booth, directora de Americans for Financial Reform (coalición de sindicatos, organizaciones comunales, de consumidores y grupos religiosos) en una web de debate, y lo demuestran los datos.

"Hemos perdido millones de empleos y muchas hipotecas no se puede pagar, pero los mismos bancos que nos han llevado a esta situación destinan 1,4 millones de dólares al día a los grupos que hacen presión en el Senado, para evitar que se discuta una reforma auténtica del sistema bancario norteamericano", explica Booth. Sólo la constatación de que un 68% de los ciudadanos de Estados Unidos declara directamente su odio contra las organizaciones bancarias del país y su deseo de que sean sometidas a un mayor control por parte del Gobierno ha llevado finalmente a los senadores republicanos a aceptar, esta misma semana, que se abra por fin el debate sobre el tema.

Tres años después del estallido de las hipotecas 'subprime', ni siquiera se ha diseñado un nuevo sistema de control

Los ciudadanos, agobiados por la dura realidad cotidiana, distraídos en debates internos de menor cuantía, parecemos no darnos cuenta de lo que ocurre. Y lo que pasa es que a estas alturas de 2010, tres años -es decir, la friolera de treinta y seis meses- después de que la Reserva Federal de EE UU anunciara que la crisis de las hipotecas subprime estaba haciendo descarrilar la economía norteamericana y la de todo el mundo desarrollado, no ha sido posible ni siquiera diseñar un nuevo régimen de transparencia y control que evite nuevas crisis.

No se trata sólo de que las entidades financieras que han recibido enormes ayudas de los Gobiernos devuelvan ese dinero, ni tan siquiera de que algunos de los mayores estafadores y sinvergüenzas de Wall Street (símbolo del sistema financiero internacional) acaben en la cárcel. Lo que importa es que Main Street recupere capacidad de control sobre Wall Street, y eso es lo que no se ha podido ni discutir en serio desde 2008. Y conste que la propuesta que finalmente se ha aceptado debatir, la llamada reforma Dodd (nombre del senador demócrata que la presentó), es considerada por la mayoría de los especialistas como reducida, poco ambiciosa e insuficiente, porque se limita a cuatro cosas: exigir un aumento del capital de los bancos, un mercado más transparente de productos derivados, mayor supervisión de las grandes empresas y una agencia de protección al consumidor. El dinero que pueden recibir los ejecutivos como bonos será limitado, se supone, por otra ley.

La idea de que lo que haga Estados Unidos a este respecto es independiente de lo que pueda hacer la Unión Europea (UE) parece a estas alturas muy improbable. Como aseguró el pasado miércoles el embajador de Estados Unidos ante la UE, William Kennard, ante un grupo de lobbistas europeos (que también existen, por supuesto), Estados Unidos y Europa son más inseparables que nunca en ese campo. "Somos gemelos siameses", mantuvo Kennard. Es decir, la reforma Dodd será también, muy probablemente, la reforma UE y lo que, al parecer, terminarán defendiendo los europeos en la cumbre del G-20, en Toronto, el próximo mes de junio.

Las diferencias entre Bruselas y Washington han sido, sin embargo, notorias, por lo menos hasta ahora. Basta recordar las dos cartas que envió el secretario norteamericano del Tesoro, el poderoso Timothy Geithner, a la Comisión Europea advirtiendo sobre cualquier regulación no negociada de los famosos hedge funds. O la diferente opinión sobre la necesidad de imponer una tasa especial a las operaciones especulativas (algo parecido a la llamada "tasa Robin Hood"), que defienden muchos grupos, no sólo sindicales, sociales o religiosos, sino también de economistas europeos.

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