Géneros y subgéneros
Observo una fatigosa retahíla de adjetivos encomiásticos, también ruborizantes, sobre el óptimo estado de salud de esa entelequia llamada cine español durante el glorioso 2009. Que un montón de espectadores nativos haya decidido que les compensaba pagar la entrada para ver Ágora y Celda 211, o que las primeras películas de Mar Coll y Borja Cobeaga demuestren talento y gracia, sirve para que la gran familia al completo, incluidos los que han realizado cositas que no se atreven a estrenar ni los distribuidores y exhibidores más patrióticos, se apunte desvergonzadamente a la autoría de esos éxitos que tienen identificables padre y madre.
Acaba de estrenarse un producto nativo que desprende inconfundible olor no ya a ser amortizado, sino a engordar notablemente las cuentas de sus productores, algo tan legitimo como envidiable. Se titula Que se mueran los feos, como aquella canción tan tarareada por el sagrado gusto popular que se inventaron los Sirex en los años sesenta. El marketing se ha volcado en el lanzamiento, señal inequívoca de que sus inversores poseen confianza ciega en la identificación del gran público con la pretendida comicidad de su mimada criatura. Los antecedentes del autor, Nacho G. Velilla, creador de series de televisión que han reinado en el infalible share, como la mordaz Aída (con su punto de gracia e idolatrada por los modernos) y la costumbrista 7 vidas, y de una bochornosa y triunfante película titulada Fuera de carta, poseen contrastados elementos de juicio para deducir que hay sobredosis de espectadores que se van a partir de risa con la imbécil tragicomedia del grotesco personaje que interpreta esforzadamente el melifluo Javier Cámara. Nada que objetar a que su producto arrase. También lo hace la charcutería rosácea o hepática en las invisibles e inaudibles televisiones. Lo que me resulta enervante es que el director y los protagonistas de Que se mueran los feos teoricen sobre los complejos mecanismos de la comedia y las descuidadas demandas que anhelaban los espectadores del cine español, algo que ha resuelto la infinita capacidad de comunicación y de diversión que posee su engendro, la utilización de un lenguaje, una tipología y unas situaciones que conectan con el público masivo.
Estoy de acuerdo en que es bastante más difícil hacer reír que llorar y en que la comedia es un género que requiere una inteligencia especial, ritmo, elipsis, malicia, encanto. Si hago un recuento del cine más prodigioso y perdurable que he gozado es probable que me salga una cantidad abrumadora de comedias. Me refiero a un género, no a un subgénero, no a una caricatura cochambrosa plagada de chistes zafios, estereotipos lerdos, guiños que desconfían de la salud mental del receptor, todo lo que caracteriza a estos feos que no se mueren y acaban siendo felices. Reivindicar la vitalidad de los engendros que exhibe un programa tan indescriptible como Cine de barrio, el vergonzante casticismo y la risueña caspa de las comedias de Mariano Ozores, el esplendor del landismo, los esperpentos de Pajares y Esteso, la moralina cazurra de Martínez Soria, con el inefable argumento de que esa era la estética y la ética con las que conectaba la sensibilidad y el gusto popular, no sirve para legitimar la basura.
Durante aquella infausta época también existió un director español que se propuso hablar de las personas y las cosas mediante la comedia. En los muy variados tonos que admite el género. Las dotó de ternura, de ironía, de lírica, de sarcasmo, de esperpento, de negrura. Se llama Luis García Berlanga. Nadie ha utilizado mejor una cámara para hablar con gracia, verismo, amargura y profundidad de las esencias de este país, de su humanidad y sus miserias, para captar el tono de la gente y de la calle, para provocar simultáneamente la risa y el escalofrío. Si la referencia del mejor cine francés es Jean Renoir, John Ford del norteamericano, Rossellini del italiano, Berlanga sería su equivalente en el cine español.
La memoria es comprensiblemente agradecida con la obra de este hombre, pero, por si acaso, acaban de editar en DVD un pack con seis de sus películas. Quiero imaginar que es el preludio para que tengamos disponible su obra completa. Y no todo en ella está bendecido por la gracia. Hay equivocaciones, ideas fallidas, intentos de sortear a la censura que no salieron bien. También me decepciona dolorosamente la última parte de su obra. En La vaquilla, Moros y cristianos, Todos a la cárcel y París Tombuctú continúan esos inimitables planos secuencia abarrotados de personajes pintorescos o cotidianos en los que todos hablan y nadie se entiende, el estilo visual y coloquial que logró tanta verdad y magisterio al describir a una España en blanco y negro, pero aunque reconozcas sus obsesiones y su expresividad ese universo ha perdido fuerza, su caótica armonía, su autenticidad.
Tal vez sea injusto reclamar permanente arte en el cine de Berlanga, pero es que desde el principio de su carrera nos tenía muy bien acostumbrados, siempre preparados para lo mejor. Ese arte chorreó piedad, sorna y poesía en Bienvenido Mr. Marshall, en Esa pareja feliz, en Calabuch. Pero el clasicismo, la química mágica perfecta entre forma y fondo, llegó cuando se fundieron el mundo de Berlanga y el de un guionista prodigioso llamado Rafael Azcona. El resultado son dos obras geniales como Plácido y El verdugo, la facultad de transmitir la más poderosa sensación de realidad, historias que te hacen temblar después de haber reído, diálogos, personajes y situaciones que te siguen sorprendiendo aunque te los sepas de memoria. Nunca volvieron a recobrar ese estado de gracia aunque hicieran retratos tan brillantes y mordaces como La escopeta nacional. Plácido y El verdugo son dos de las mejores cosas que le han ocurrido a la historia del cine.
Pack Luis García Berlanga. Novio a la vista, Calabuch, ¡Bienvenido Mr. Marshall!, Los jueves, milagro, El verdugo y La boutique. Incluye El sueño de la maestra. Tribanda Pictures.
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