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Columna
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La fuerza del perdón

En España a los políticos les cuesta mucho pedir perdón. Y no son pocos los que tienen motivos sobrados para poner la rodilla en tierra ante la ciudadanía por haberla engañado, defraudado o perjudicado. Hay países en los que pedir perdón es un acto de honor indispensable para seguir en la sociedad después de haber errado.

Todos pudimos ver por la tele aquella imagen onírica del presidente de Toyota hincando el lomo ante los medios de comunicación por un defecto en el pedal del acelerador que obligó a revisar ocho millones de automóviles en todo el mundo. Con aquel cabezazo la marca nipona ganó en credibilidad y fiabilidad bastante más de lo que habría logrado invirtiendo miles de millones en propaganda.

En política, además de no trincar hay que vigilar para que nadie en el propio partido trinque

Fue un gesto sencillo, no como el de Tiger Woods que ha llevado su penitencia al paroxismo. El golfista norteamericano se disculpó por lo del sexo ante todo el universo cuando la única que puede disculparle es su señora esposa. Por más que se empeñe en confesar públicamente sus aventuras sexuales, al resto de los mortales nos importa un pimiento y, si me apuran, lo que puede provocar tanto relato calavera son envidias indeseables. Para colmo, va y graba un anuncio con la gorrita roja y su cara de besugo degollado mientras una voz en off, supuestamente del padre, le lee la cartilla. Estos lo venden todo y conocen bien la fuerza del perdón.

En España quien lo experimentó en su día fue Felipe González. Después de llegar al poder enarbolando la bandera contra la entrada en la OTAN tuvo el cuajo de convocar un referéndum proponiendo lo contrario. Hubo mil maniobras complejas de recule para operar aquel cambio histórico de opinión, pero al final fue una sencilla declaración pública en este mismo periódico reconociendo sin ambages que se había equivocado lo que sedujo al personal. El admitir su error bastó para influir de forma determinante en la gente y ganar el plebiscito en favor de la causa Atlántica. Después echaríamos de menos otras disculpas.

La última vez que González pidió perdón fue por llamar imbécil a Mariano Rajoy. También Zapatero pidió perdón cuando ETA lo dejó en ridículo atentando contra la T-4 a las pocas horas de que anunciara que lo del terrorismo iría a mejor. Sus disculpas admitiendo solemnemente que cometió "un error notable" le redimió en la peor situación imaginable. Lástima que no haya hecho lo mismo por tomarle tan mal la medida a la crisis, por los retrasos en hincarle el diente y su indolente inoperancia.

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En el PP tampoco tienen costumbre de agachar la cabeza. Aún estamos esperando a que el señor Aznar pida disculpas por meternos en una guerra que justificó en la existencia de unas armas de destrucción masiva que nunca existieron. O le engañaron o nos mintió, y ahí sigue dando lecciones de honorabilidad. Ahora a su partido le ha caído un marrón muy gordo con lo del Gürtel y tratan de presentarse como víctimas de quienes corrompieron a los suyos. Esa supuesta templanza con que Mariano Rajoy administra los tiempos no es otra cosa que lasitud o incuria.

Esperanza Aguirre al menos fue implacable con los cargos de Madrid que están imputados, aunque la palabra perdón solo ha salido de la boca de Dolores de Cospedal. La secretaria general del PP se disculpó por el espectáculo que ofrecía su partido cuando lo de Roca y lo ha vuelto hacer días después de trascender el sumario del Gürtel. Fue un perdón cargado de matices que sobraron, a pesar de lo cual se me antoja la declaración mas digna de cuantas han salido de Génova. En política, además de no trincar hay que vigilar para que nadie trinque.

El dinero sucio huele y sólo las pituitarias adormecidas pueden tenerlo cerca y no apreciarlo. Permitieron que una banda de mangantes saqueara un montón de millones de dinero público y nadie asume responsabilidades políticas. Una entonación solemne del mea culpa ayudaría a redimir la credibilidad perdida. La fuerza del perdón es inconmensurable.

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