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Columna
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La felicidad

Acabo de bajar de AVE y cruzo la plaza de Atocha. A veces todavía me viene a la mente aquel horrible scalextric que aplastó con su sombra la glorieta desde 1968 a 1985. Así fue el franquismo, como el scalextric, antiestético y tristón. Si querías sentirte mal sólo tenías que pasarte por allí en los días lluviosos. No podía ser más gris y deprimente. Pero si querías sentirte peor podías acercarte en verano, para que el cemento y acero te sepultaran bajo toneladas de calor rancio. Las obras que hacemos se nos parecen. No se puede escapar de la propia alma. Así que por mucho que se empeñen algunos, aquellos tiempos no volverán porque este país ya no se parece a aquella España de scalextrics y la prueba está en que al ciudadano de la calle le parece anacrónico y trasnochado lo que está pasando con el juez Garzón. Hasta que no seamos capaces de no tenerle miedo al pasado siempre planeará la sombra de ese pasado, las dos Españas, los rojos y los fachas y los combates en televisión con unos frente a otros haciendo perfectamente su papel. Mientras tanto los nietos de Franco se pasean de plató en plató, y la gente de la calle trata de sobrevivir y de ser feliz, como mi amigo Marcelino que todos los domingos sin faltar uno asiste a bailes de salón. Se pasa de ocho a doce de la noche entre tangos, valses, cha-cha-chas, salsa, haciendo un alto para tomarse un pincho y reponer fuerzas. Aunque parezca mentira, aparte del caso Gürtel, de una justicia que los de a pie no somos capaces de entender (lo que significa que tendría que ser más clara, eficaz y cercana al ciudadano) y de la falta de dinero, la morosidad, etc. en Madrid funcionan de maravilla los bailes de salón. Son la válvula de escape de gente que ha decidido no complicarse e ir a lo fundamental, a lo esencial. El baile, la música. Agotar el momento. Marcelino vive en Leganés y debe de tener alrededor de sesenta años. Pinta paisajes y retratos, antes los vendía en el rastro, pero ahora trabaja por encargo. Tiene un estudio manchado de pintura, pero no es un bohemio, tampoco tiene pinta de artista ni lo pretende, y sin embargo lo es. Dice que le encanta su trabajo porque mientras la vista aguante podrá seguir con los pinceles a los ochenta. Y pintar es lo que más le absorbe en la vida. Dice entusiasmado que está haciendo un gran retrato de su padre ya fallecido. Y los domingos, a bailar. Se siente contento porque está alcanzando gran perfección en la danza. Marcelino tiene una cara ruda, dulcificada por el pelo rizado y un punto de candidez en su entusiasmo por la vida. ¿Es feliz Marcelino? Parece que sí y no necesita grandes cosas. Su secreto es que sabe entretenerse. Puede que la felicidad consista en eso, en saber entretenernos desde que podemos hacerlo hasta que morimos. Y este es un cambio que se está produciendo en nuestra sociedad. Antes a la gente había que entretenerla y ahora queremos entretenernos solos. Los bailes de salón, los gimnasios, corremos oyendo música, vamos en bici, hacemos deporte, queremos aprender nuevas cosas, leemos más que antes... Nos sentimos más seguros, y buscamos la felicidad. Incluso existe un Instituto de la Felicidad, ligado a una marca comercial.

Buscamos ser felices en todo momento, incluso sin estar enamorados, incluso en el trabajo

La buscamos por todos los medios ya no solamente recurriendo al amor, ese recurso que nos eleva por encima de todas las miserias, sino que buscamos ser felices en todo momento, incluso sin estar enamorados, incluso en el trabajo. Las empresas están empeñadas en que los empleados sean felices trabajando y no tengan prisa por irse a casa. Tratan de crear ambientes amables y distendidos con juegos y magníficas relaciones con los superiores, pero también (y esto supone un nuevo refinamiento) con la manipulación de los olores. Las tiendas ya los usan y hay empresas encargadas de diseñar los olores más convenientes para partidos políticos, grandes superficies, transportes o para promocionar la imagen de una ciudad. El olor es el recuerdo que más perdura y el que abre el resto de sentidos de forma espectacular. Así que un despacho tendría que oler a césped recién cortado por la mañana y por la tarde a algo así como cedro, canela y pachulí.

¿A qué huele la felicidad? Para Richard Wilkinson y Kate Pichett en su libro Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva (Turner) el aroma de la felicidad es la igualdad.

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