Las flores del maldito
Toda literatura crece en los márgenes de sus malditos, y España ha sido acusada a menudo de carecer de ellos. Como el maldito se hace y no nace, vamos a intentar despejar algo esta falacia y a hablar, sin salir del territorio contemporáneo, del digno fracaso, del voluntario o forzoso espíritu negativo, de la suprema maldición que es morir sin haber llegado a publicar o matarse para no tener que escribir más.
La oportuna reedición de la novela El don de Vorace rescata el nombre de Félix Francisco Casanova, que descubrí con gran fascinación cuando él acababa de morir antes de cumplir los 19 años, en 1976, y cuyas pocas publicaciones (era para mi gusto aún mejor poeta que narrador) pude ir consiguiendo gracias a dos amigos canarios, Alfonso Delgado y Miguel F. Sánchez Barbudo, que le habían tratado de cerca y me facilitaron fotos, recortes de prensa y un ejemplar del ya entonces inencontrable primer libro suyo de versos, El invernadero, regalado generosamente por el padre de Félix Francisco y también escritor Félix Casanova de Ayala. En el autor de El don de Vorace la original potencia de su mirada al mundo quedaba, me atrevo a decir, magnificada por algunos rasgos ajenos al valor artístico: la belleza efébica del muchacho, la muerte incierta en la adolescencia, su perfil musical, que en cierto modo le emparenta póstumamente, según lo veo yo, con otro malogrado y genial poeta del pop, el cantante británico Nick Drake.
Pero ya antes de haberme impresionado la corta obra y vida de Félix Francisco Casanova yo había tenido estrecho contacto personal con dos escritores que igualmente convendría sacar del más allá, Eduardo Hervás y Antonio Maenza. Ellos forman, junto a Eduardo Haro Ibars, Pedro Casariego, Aliocha Coll (evocado hace pocas semanas en EPS por Javier Marías, que le conoció bien), Aníbal Núñez o Rafael Feo, una potente línea de sombra de la literatura española, en la que dejo de lado, por vivos, al gallego Carlos Oroza y a Leopoldo María Panero, para muchos el más obstinado y consistente maldito de nuestras letras.
Quiero detenerme en la figura del valenciano Eduardo Hervás, que se llamaba realmente Eduardo Gómez González y era conocido entre sus amigos por el alias de La Bola, en alusión a que sus lecturas abarcaban, y tan tempranamente, la entera bola del mundo. Como F. F. Casanova, Hervás tenía en sus versos una propensión o cadencia surrealista, y las marcas inevitables del adolescente; en El don de Vorace, por ejemplo, se suceden los homenajes a dos gurús de la época, Jimi Hendrix y Herman Hesse, y el pintor por excelencia resulta ser Van Gogh. Hervás, que se suicidó a los 22 años, mostraba también en su notable obra poética (cuya edición completa, publicada por la Institución Alfons el Magnànim, es de 1994 y está hoy, creo, descatalogada) algunas fijaciones similares y las filiaciones propias de una torturada edad de la inocencia (su libro Intervalo estaba dedicado "A mis madres"). Pero su escritura era más radical, menos veleidosamente irracionalista que la de Casanova, tal vez influido La Bola por la figura magnética del cineasta y escritor aragonés Antonio Maenza, que creó en la Valencia de los últimos años 1960 una facción de esforzados "situacionistas" y "telquelianos", antes de trasladar su aguerrido influjo a Barcelona, donde rodaría a partir de 1969 Hortensia/Béance, película desmesurada e incompleta que cuenta como actores a Enrique Vila-Matas, Félix de Azúa, Emma Cohen, Fabià Puigcerver, Carmen Artal y Paulo Rocha, entre otros, y en su condición de "cinema invisible" ha conservado aromas de leyenda sagrada y demoniaca. De Maenza se viene hablando bastante últimamente, pero nunca se acaba de sacar a la luz su cuantioso (y en mi memoria de entonces valioso) material fílmico, que incluye dos largometrajes acabados, El lobby contra el cordero y Orfeo filmado en el campo de batalla, y el citado "monstruo" de Hortensia/Béance, legado todo, tras su joven muerte violenta y confusa a finales de 1979, a Pere Portabella, que le había financiado aquel último proyecto inconcluso. También dejó Maenza esparcido en manos particulares un corpus substancial de inéditos literarios, habiéndose publicado sólo de él, si no me equivoco, una novela póstuma y enrevesada, Séptimo medio indisponible.
"No sé si asistiré a las bodas / de King Kong. Hoy / he recibido la noticia / de su muerte. -Y se fue andando / por la capota de los coches. El mundo es de papel, y él un / cigarrillo". Es el fragmento de uno de los primeros poemas de Hervás, coguionista asimismo del Orfeo de Maenza. Al ir ahora a releer a La Bola, he encontrado entre las páginas de Intervalo, que estaba aún en imprenta cuando el poeta se mató en octubre de 1972, una carta suya de 1968. Es corta y lacerante, pero entre sus disculpas y sus arrogancias, incluye, antes de despedirse con un "Desconsolado, Eduardo", este pensamiento: "¿Quién es el compañero de juegos del que juega solo?". La carta contiene además un poema de cuatro versos, titulado 'Señuelo': "Un paño blanco cuadrado / se pliega / se abisma se reduce / se preproduce" (reproduzco aquí la versión en mi poder, distinta a la publicada).
El maldito -y los hay muy cuerdos- juega en efecto solo con la baraja de sus calamidades, pero busca, aunque sólo sea como contraste o desplante, la compañía de los que pueden entender su juego. Ahora bien, los que no tenemos ansia ni paciencia del dolor, tendemos a ser impermeables a la pertinacia un tanto torturadora del vidente, que suele caracterizarse, además, por un temperamento exigente. Todo el mundo literario y teatral del París de los años 1920 y 1930 sabía que Artaud era un genio, pero muy pocos estuvieron dispuestos a acompañarle en su vociferante y destemplada locura. Sólo cuando el poeta regresa en 1946 a la capital tras casi diez años de internamientos psiquiátricos, sus amigos le hacen homenajes, viéndole ya como a un ser-para-la muerte, que le llegaría en 1948.
Quizá la flor maléfica necesite de un cultivo de invernadero, de parque protegido, únicamente apreciable en sus colores fuertes y sus aromas acres desde los senderos de la posteridad. Pero las plantas silvestres siguen, aquí y allá, brotando, y el campo de la literatura reverdece gracias a ellas, a su raíz intrincada, a su mala sombra. Y a su desaparición intempestiva, que crea primero una sensación de alivio en el jardín, hasta el momento del estallido póstumo de su simiente.
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