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Columna
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La mancha del silencio

Cada vez que muere un soldado en Afganistán, corro a una librería para ver si, entre las novedades, hay alguna novela que aborde, de una maldita vez, el tema de la implicación española en ese conflicto. Y siempre me llevo una decepción. Me ocurre lo mismo cuando busco obras de ficción que, habiendo pasado el suficiente tiempo como para hacerlo con la perspectiva necesaria, traten sobre la presencia de nuestras tropas en Irak, aunque en estos casos encuentro algunas honrosas excepciones, como Invasor de Fernando Marías, Las cenizas de Bagdad de Antonio Lozano y Sin cobertura de Eduardo Martín de Pozuelo y Jordi Bordas. Han pasado seis años desde el repliegue de nuestras tropas en aquel país y, que yo sepa, sólo existen esas tres novelas sobre un tema que llevó a todos los españoles a la calle, que motivó el mayor atentado de nuestra historia, que derrocó todo un gobierno... ¡Sólo tres novelas! Y, claro, ya en la tienda, acabo comprando alguno de los libros escritos por corresponsales de guerra, como El hombre mojado no teme la lluvia, de Olga Rodríguez, o Ninguna guerra se parece a otra, de Jon Sistiaga, y agradeciendo al periodismo lo que la literatura me niega.

A raíz de la muerte del soldado John Felipe Romero, víctima noventa y uno de las tropas españolas en la guerra de Afganistán (sí, he dicho guerra), he tratado de descubrir por qué los novelistas se despreocupan de un tema capital para nuestra historia y, tras hablar con escritores, editores y periodistas, he obtenido una repuesta: a los ciudadanos de este país les importa tres pepinos lo que pase en la Cochinchina y, por extensión, a los narradores les ocurre lo mismo. Pero también me han dado otros motivos. Alguien me ha dicho que los escritores vivimos -me incluyo- tan ensimismados que somos incapaces de levantar la cabeza para mirar qué ocurre realmente a nuestro alrededor. Otras personas me han asegurado que el problema está en el Ministerio de Defensa, que no facilita el acceso a información veraz. También me han comentado que la Guerra Civil continúa siendo una inmensa gamuza que se puede seguir escurriendo. Y el mejor argumento de todos, dado por un editor, ha sido que los conflictos contemporáneos, al contrario que Vietnam o la II Guerra Mundial, no venden.

Yo no sé si todas estas razones justifican la indiferencia de los escritores ante un drama de estas proporciones, pero estoy convencido de que en España persiste una actitud francamente absurda ante las escaramuzas ocurridas más allá de nuestras fronteras. Hace unas semanas, hablando con una autora de mucho prestigio, le comenté que estaba dándole vueltas a la idea de escribir sobre la guerra de Irak y ella, muy indignada, respondió: "Pues yo fui a las manifestaciones en contra de esa guerra". ¡Como si yo hubiera ido a las a favor! Pero lo que realmente subyacía bajo sus palabras era una actitud muy española: no interesarse por aquello sobre lo que se está en contra.

Gracias a Dios que los corresponsales no actúan igual. A ellos tampoco les gusta la guerra (al menos, a la mayoría), pero hacen lo que pueden por no cerrar los ojos ante una realidad que, cada cierto tiempo, escupe sangre sobre el silencio.

Álvaro Colomer (Barcelona, 1973) es autor de la novela Los bosques de Upsala (Alfaguara. Madrid, 2009. 216 páginas. 18 euros).

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