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Columna
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Un velo y una toca

En términos de laicismo vivimos en el país del quiero y no puedo; de medias verdades y medias tintas; de aparente progresismo y de conservadurismo recalcitrante.

La prohibición de asistir a un centro público de una niña con el pañuelo islámico ha encendido una polémica que debería abordarse con tranquilidad pero sin tapujos.

No sé ustedes, pero yo necesito pensar en voz alta algunos términos de este debate que responde a una realidad social radicalmente diferente a la de hace escasamente 10 años. Es más, temo que si no se produce un debate serio y sensato sobre el tema en el conjunto de la izquierda social, los prejuicios raciales y religiosos se extiendan por la ciudadanía como el fuego en un campo regado de gasolina.

Estoy absolutamente en contra de velos, tocas, embozados o vestimentas cuya significación no es otra que hacer a las mujeres invisibles y humildes. Mi indignación sube conforme al grado de ocultamiento de la prenda en cuestión pero hay en todos ellos una distinción sexual claramente discriminatoria. No me convencen argumentos paternalistas sobre la identidad, ni estoy dispuesta a llamar cultura a la más mínima muestra de discriminación. Me dicen, también, que algunas mujeres marroquíes usan el hiyab para reivindicar su existencia de mujeres libres pero -si esto es cierto- junto a ellas hay millones de mujeres en los países islámicos obligadas a vestir prendas que las cubran y, en caso de desobediencia, perseguidas por llevar el cabello al viento y las ideas sueltas.

A pesar de eso, estoy completamente en contra de que en España se prohíba a una niña la asistencia a un centro educativo por vestir el velo islámico. Se ha vulnerado su derecho a la educación, se la ha humillado y se han pisoteado sus derechos como menor de edad. En el mismo centro de Pozuelo de Alarcón donde la niña marroquí Najwa Malha no puede asistir a clase por su pañuelo, se imparte la religión católica como asignatura evaluable y estoy segura de que se ostentarán símbolos públicos o privados de carácter religioso. A su alrededor, en las escuelas concertadas pagadas con fondos públicos, curas y monjas católicas con su toca modernizada (pariente rico del hiyad, de igual significación y segregación sexual) vigilarán el cumplimiento de idearios inspirados en el más puro espíritu del catolicismo. Quienes denuncian el velo en la cabeza ajena pero defienden la toca y el crucifijo en la propia no están defendiendo los reglamentos o las leyes de nuestro país, sino haciendo la más burda islamofobia y sembrando la discordia en las aulas.

La libertad religiosa en España consiste, hasta ahora, en proteger y financiar a la religión católica, tolerar mal que bien al resto de las confesiones y ningunear a los no creyentes. Si fuésemos capaces de derogar el Concordato con la Santa Sede, asentar el principio de aconfesionalidad de las escuelas, eliminar los símbolos religiosos de la Administración y devolver la religión al ámbito de las creencias y la conciencia -de donde nunca debió salir- tendríamos la autoridad para exigir el fin de cualquier expresión de sumisión, de diferencia o de simbolismo religioso. Pero entonces seríamos Francia -ese país que asienta sus pies en los derechos ciudadanos y el laicismo- y no España, donde la religión católica está todavía ligada al Estado.

El ministro de Justicia ha situado al Gobierno en el limbo político e ideológico. No cabe mayor declaración de impotencia. Si traducimos sus palabras a los contenidos reales vendrían a decir lo siguiente: "Ya que no podemos cambiar la relación con la Santa Sede, ya que no nos atrevemos a afrontar el problema de la religión en las escuelas concertadas, pactemos una solución negociada, sin alterar nada de esto". Y al parecer todo es cuestión de tamaño: se tolerarán crucifijos chiquititos y velos pequeñitos, que combinan muy bien con el pseudolaicismo en el que vivimos.

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