Libros encima
Le dedica Félix de Azúa una elegía a los libros en su artículo dominical de El Periódico de Catalunya, y escribe lo siguiente: "En el futuro será cosa de locos o de millonarios reunir en casa más de mil libros. Mi generación es la última que ha logrado tener al alcance de la mano la totalidad del saber y de la literatura. La electrónica y el precio de la vivienda, aquí y en todo el mundo, matarán las grandes bibliotecas particulares".
Me siento muy concernido por lo que Azúa dice en ese breve texto, y me identifico con los amigos descritos por él, arruinando su vida (por no hablar de salud) en el ejercicio de atesorar libros antes de leerlos, antes de tener al menos la oportunidad de leerlos. Mi biblioteca es la única inversión de mi vida, la única sin plazo fijo, pero hoy viernes día 23 de abril, quizá en el mismo momento en que alguno de ustedes hojee este diario mientras toma un café al acabar el almuerzo, yo mismo estaré pendiente de un árbol. No dramaticemos. No quiero decir que vaya a estar de suicida, llevado a la desesperación por los males de este tiempo, que son muchos y más graves que las estanterías combadas por el peso de las páginas que tengo frente a mí mientras escribo este artículo. Estaré, con otros colegas de la literatura, colgando un papel de un árbol del Jardín Botánico, en una celebración recoleta pero pública que se plantea como homenaje al silencio, al pensamiento y su transcripción en palabras, según lo resume el maestro de ceremonias Germán Solís, de la Escuela de Escritores.
Me parece pertinente proponer un escamoteo estratégico del libro en el Día del Libro
La acción poética evoca o reproduce a su modo un encuentro de escritores que tuvo lugar en ese mismo jardín madrileño un día de otoño de 1923. Un grupo que incluía a Alfonso Reyes, Eugeni D'Ors, Ortega y Gasset, Bergamín y Díez Canedo se dio cita frente al museo del Prado y, con la excusa de rendir tributo de admiración a Mallarmé, guardó cinco minutos de silencio en el interior del Botánico, escribiendo todos los presentes a continuación en un papel lo que se les había pasado por la cabeza durante esos cinco minutos. Siempre me ha resultado curioso que Mallarmé pase por ser el pontífice máximo de una literatura del silencio, habiendo sido un grafómano empedernido que llegó incluso a crear y escribir íntegramente (oculto en seudónimos) una revista de moda femenina de la que salieron ocho números.
Me parece pertinente, además de ocurrente, proponer un adelgazamiento, incluso un escamoteo estratégico del libro en el Día del Libro, y no me importaría sumarme a una iniciativa que instaurase el Día Mundial sin Leer un Libro, siempre que los mismos preceptos obligaran al común de los mortales a leerlos en los restantes 364 del año. Yo no podría vivir sin ellos acompañándome en la soledad rumorosa de mi apartamento-biblioteca, pero la otra noche soñé que no existían los libros; no por haber desaparecido sino por no haber sido aún inventados. Me desperté eufórico, matinal, sintiéndome el patrocinador de una nueva era en la que, entre todos, se procedería a la creación de ese desconocido artefacto de papel escrito que los demás seres del universo tendrían en sus manos y leerían. Pero fue abrir la puerta de mi dormitorio y enseguida ver, mirándome con la sabiduría paciente de sus años, los primeros volúmenes que tengo apilados en el pasillo. Como dijo aquel: al despertar seguían allí.
Quiero llevar mi mente vacía a la concentración de esta tarde en el Botánico, pero no me han faltado en los días precedentes otras ensoñaciones relacionadas con el libro. La primera me la proporcionó el propio Mallarmé en un hermoso y enigmático texto en prosa sobre una imaginaria "bancarrota" de las librerías: "Los volúmenes alfombraban el suelo, aunque no se dijera, sin venderse; a causa del público que perdía el hábito de leer, probablemente para contemplar por sí mismo, sin intermediarios, las puestas de sol familiares".
Y también he tenido que recordar lo que le pasó a ese genio locoide de la música romántica, Charles-Valentin Alkan, de quien en estos días escucho una nueva grabación de sus impresionantes Doce estudios en tonos menores, magníficamente interpretados al piano por Stephanie McCallum (ABC Classics, distribuido por Diverdi). Se cuenta que Alkan murió al caérsele encima mientras dormía la estantería de libros que, lector voraz a la par que maniaco del teclado, había puesto, por falta de espacio en la casa, detrás de su cama. Hace tres años una estantería alta fue vencida por la carga de los libros de arte que sostenía, y se desplomó en el pasillo por el que yo acababa de pasar, arrastrando en su caída, además de los gruesos tomos ilustrados, la madera, las alcayatas y una buena parte de la mampostería. Confieso aquí con cierta nostalgia la alegría de haberme salvado de perecer en ese accidente doméstico. Para gente como yo quizá nada es más dulce que irse al otro mundo llevado por el peso contundente y leve de lo que más ama.
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