La tragedia de El Cabanyal
Escuecen todavía en la retina las imágenes en El Cabanyal, cuando la policía no tuvo ningún miramiento a la hora de golpear a los ciudadanos que se habían concentrado pacíficamente tratando de parar la acción de las máquinas sobre el barrio valenciano. Naturalmente, también hay que censurar la actuación de algunos manifestantes que lanzaron piedras y otros objetos provocando algún herido leve entre las fuerzas de seguridad. En cualquier caso, no encontramos una justificación para la desmesurada y excesiva contundencia con la que se emplearon los cuerpos policiales, que obligó a los servicios de emergencias a atender a un par de personas y provocó tensión y ansiedad en numerosos asistentes, que nunca hubieran imaginado verse en una de esas.
La ampliación de la avenida no es una necesidad para Valencia
La privilegiada situación de El Cabanyal puede suponer su muerte
Más allá de preguntarnos si éste es el cometido de los cuerpos de seguridad en una sociedad democrática del siglo XXI, el suceso vuelve a situar la problemática de El Cabanyal en primera línea de la agenda mediática y política. La entrada en vigor de la ley autonómica 2/2010, de 31 de marzo, vuelve a plantear una disputa competencial entre la Generalitat Valenciana y el Gobierno central, que ya ha presentado un recurso de inconstitucionalidad. Lo mismo hizo hace unos meses con el decreto ley que retiraba la protección de Bien de Interés Cultural al barrio y que elaboró el gobierno autonómico para contrarrestar la orden ministerial que imposibilitaba la continuación del PEPRI de El Cabanyal por parte del Ayuntamiento. En aquella ocasión, el Tribunal Constitucional aceptó el recurso del Gobierno y las obras tuvieron que pararse. Ahora, mientras se resolvía este segundo recurso, el Ayuntamiento de Valencia ha decidido echarse al monte y derribar todas aquellas casas que había comprado a través de la sociedad Cabanyal 2010 y que, según fuentes municipales, están fuera del espacio protegido. El reciente pronunciamiento por parte del Consejo de Estado, con carácter de urgencia, sobre la más que probable inconstitucionalidad de la ley autonómica, pone al gobierno municipal en un nuevo brete. Sin embargo, hasta el momento, nada ha impedido a Barberá y los suyos continuar contra viento y marea un proyecto que, conviene recordarlo nuevamente, es un disparate social y económico.
En primer lugar, y como han explicado en los últimos años expertos de disciplinas muy diversas, la ampliación de la avenida Blasco Ibáñez hacia el mar, partiendo en dos la trama urbana de los poblados marítimos, no es una necesidad para Valencia. Con la recuperación de El Grau y la desembocadura del cauce viejo del Turia, la ciudad tiene alternativas igualmente válidas de conexión con la fachada marítima sin tener que echar abajo más de 450 inmuebles. Este tipo de decisiones, desde un punto de vista urbanístico, pudieron tener sentido años atrás, cuando la modernidad y el progreso solían estar ligadas a la destrucción de barrios y calles marginales y poco salubres, independientemente de su valor histórico o arquitectónico. En los tiempos actuales, la modernidad y el progreso están unidas a un urbanismo sostenible, que apuesta por la calidad de vida de las ciudades y de sus habitantes y que prefiere la rehabilitación a la destrucción.
Por tanto, el proyecto de ampliación no se justifica en términos urbanísticos. Tal vez se trate de una cuestión mental. En varias ocasiones hemos oído que la culminación de este proyecto supondrá que Valencia "se abra, por fin, al mar". Hasta donde se sabe, desde finales del siglo XIX los habitantes de El Cabanyal y del resto de poblados marítimos forman parte de Valencia, son Valencia. En consecuencia, Valencia, como mínimo desde esa fecha, nunca ha estado de espaldas al mar. Otra cosa es que los habitantes que ocupan esa primera línea marítima sean gente humilde, trabajadores, pescadores y portuarios, y no la gente pudiente, burguesa y adinerada del centro. Hace unos meses, en una tertulia del canal público de noticias 24.9, una periodista se mostró a favor del plan porque así, desde su casa cercana a Viveros, podría ver el mar. Poco le importaba que para conseguir ese sueño se tenga que echar de sus casas a 1.600 familias, en una nueva demostración de cómo los sectores dirigentes pasan por encima de los barrios populares.
Si lo que se pretende, en el fondo, es sustituir a la gente que ahora vive en El Cabanyal por personas con solvencia económica dispuestas a pagar un buen dinero por los pisos que se construirán en primera línea de la futura avenida, que se diga abiertamente. De todos modos, si en algún tiempo el proyecto pudo ser un negocio redondo, en la actualidad esa pretensión no se sostiene. En medio de una de las crisis económicas más devastadoras de la historia, y con más de 60.000 viviendas vacías en la ciudad, no parece que sea buena idea seguir apostando por la construcción como modelo productivo. De hecho, las empresas que debían encargarse de la construcción de los nuevos edificios han abandonado la sociedad Cabanyal 2010 incapaces de seguir aportando el dinero imprescindible para realizar las expropiaciones. En ese sentido, el Ayuntamiento de Valencia y la Generalitat se han quedado solos en el proyecto. Más les valdría darse cuenta del valor turístico que podría tener la ciudad con unos barrios marítimos perfectamente rehabilitados y protegidos, con servicios e infraestructuras de primer nivel, en los que no sólo se pudiera vivir dignamente sino que el que viniera de fuera también los pudiera disfrutar al máximo.
Explicaba el urbanista Francesc Muñoz en su brillante estudio Urbanalización, que en la época de la globalización las ciudades cada vez se parecen más y hacía especial hincapié en los frentes marítimos. ¡Lo que darían muchas ciudades por tener un frente marítimo con la especificidad de El Cabanyal! Nuestras autoridades locales y autonómicas deberían comprender que en plena globalización, lo que atrae a los visitantes no es la repetición, sino la singularidad: la de una manera de vivir y de entender la vida, la de una arquitectura y una trama urbana peculiar. Eso es lo que la gente quiere ver y que se debe poner en valor.
Por último, el PEPRI de El Cabanyal plantea un debate moral de primera magnitud. Entre las 1.600 familias que tienen que abandonar sus hogares, se encuentran numerosas personas mayores que han pasado toda su vida en esas mismas calles, rodeados de su familia y amigos. Y las tienen que dejar porque sí, porque un proyecto municipal pasa por encima de unas casas llenas de recuerdos, que en algunos casos pertenecen a la familia desde hace varias generaciones y que esperaban entregar a sus hijos. Si acceden a vender sus propiedades a la sociedad Cabanyal 2010, su destino no está en primera línea de la futura avenida sino lejos del barrio, habiendo de hipotecar a sus hijos porque los bancos ya no les conceden créditos. Eso en el mejor de los casos. En el peor, mejor no saberlo. Y algunos de los cargos públicos responsables de esta injusticia aseguran que son cristianos practicantes. Extraña religión esta que siente poco aprecio por el prójimo y el más débil.
Es indudable que, además de la ambición personal de las autoridades municipales, el proyecto de ampliación de la avenida de Blasco Ibáñez sobre El Cabanyal esconde unos intereses poco transparentes, que benefician a una parte de la sociedad y no al colectivo. Y todo por esa franja de territorio tan codiciosa que es la primera línea de la costa, antes detestada por ser tierra de mosquitos y malaria, ahora ávida de dinero fácil. Sus habitantes lucharán hasta el final por sus casas, pero saben que están inmersos en una guerra desigual. La privilegiada situación de El Cabanyal puede suponer su muerte. Esa es su tragedia.
Àlvar Peris es profesor de Comunicación Audiovisual de la Universitat de València.
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