No deberíamos estar aquí
Llega el sol y comprendemos que no deberíamos estar aquí. La luz de la primavera nos sorprende como el foco de vigilancia de una prisión, nos delata en un escenario opresor y repetido, consumido y agotador. No tendríamos que permanecer en Madrid, el calor iluminado de estos días nos ciega los ojos pero nos despeja la conciencia y, de repente, nos sentimos zombies levantados por el despertador y dirigidos inercialmente hasta el metro para invertir ocho horas entre moqueta y neón.
La primavera nos contagia de un extraño sentimiento de fuga. De escapatoria de nuestras vidas, de la rutina, de las fronteras de grúas de esta ciudad. Madrid puede ser muy placentera en estos meses tibios: las terrazas (que son la verdadera playa de la capital), los parques, las piscinas de las urbanizaciones reviven idílicos. No se trata de escapar de Madrid porque abril no la trate bien, sino porque la primera bocanada del verano despierta la fantasía de una nueva existencia, de encarnar a un individuo diferente al que somos, al que hemos sido durante el letargo invernal.
Madrid anestesia con el cloroformo de su lluvia gris, con el hipnótico zumbido de los coches
Este fin de semana hemos abierto las ventanas de casa invitando a una brisa proveniente de otra latitud, de otro tiempo, de otra dimensión a la que, inconscientemente, deseamos ir. Este estrenado clima es una evocación, un guiño sutil, la incitación a despojarnos de la agenda y el reloj. Este es un buen mes para desenterrar del fondo del armario o del trastero la olvidada caja de la ropa de verano. Y al destaparla contemplaremos el uniforme de ese otro yo que somos durante el corazón del año. Los polos, las bermudas, las camisetas de colores estridentes nos recuerdan a esa persona que ya jugó a zafarse de sí misma las primaveras anteriores, que se disfrazó de un personaje desasido de complejos y obligaciones, de un súbdito del placer que, sin embargo, no logró escapar a ningún lado, que se quedó en Madrid consolándose con aparcar gratis en la zona hora o que encalló en un verano programado de capital europea con cámara al cuello y botellita de agua mineral.
Esta primavera viviremos otra vez esa urgencia de evasión y su simulacro. Nos pondremos pulseras de hilo, cerraremos los ojos orientados al sol de alguna mañana en La Latina. Nos miraremos de reojo en los espejos de los Zaras con nuestro atuendo corto y la barba larga y veremos una versión algo más redimida de nosotros mismos. Pero no es suficiente. La primavera crea una extraña mezcla de melancolía y euforia, de voluntad de acción y de abandono que no se cura vistiéndonos de claro o librando varios días seguidos. No se resuelve disfrutando de esta ciudad reverdecida, ni siquiera tomando un vuelo largo en Barajas. No hay antídoto para esta seductora nostalgia.
Madrid anestesia como ningún otro lugar con el cloroformo de su lluvia gris, con el hipnótico zumbido de los coches. El ciudadano apenas tiene tiempo de reflexionar sobre su vida, sobre su destino, sobre sus anhelos durante los meses de fría oscuridad. Y basta un fin de semana como el pasado, son suficientes unas mañanas de calor prometedor para que todo se detenga un instante, para que, tumbados sobre el césped de una plaza o con el codo apoyado en la ventanilla bajada durante un largo semáforo, nos invada esta dulce angustia.
Pero no hay dónde correr. No existe el paraíso prometido por la primavera, ni fuera ni dentro de nosotros mismos. Esta luz es el resplandor de un sueño, el reflejo de un reflejo, el eco imperseguible de una fantasía. El primer calor trae consigo todas las primaveras de nuestra vida. Este es un sol proustiano. La infancia de pueblos frutales, la adolescencia de espigones y estrellas, la juventud de risas sentados sobre el capó de los coches vuelven con el dulce aire tibio. Y no sabemos si es ese pasado al que ansiamos volver o si es un nuevo porvenir insinuado en estas mañanas luminosas de Madrid donde deseamos viajar. Euforia y anhelo, desazón y esperanza, pasado y futuro se confunden en el olor primero del cloro de las piscinas y los almendros, del pelo suelto de las chicas y los guisos de las cocinas ventiladas.
Si usted ha llegado leyendo hasta aquí es que en algo coincide conmigo, con esta injustificable reflexión, con estos vaporosos sentimientos. O eso quiero creer. Confío en no ser un completo delirante, en no ser el único. En que en Madrid hoy seamos ya un ejército de fugitivos imposibles.
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