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Crisis económica y educación

Algunos economistas, a los que se ha adherido el presidente Zapatero, han vinculado la política para salir de la crisis al nuevo modelo productivo que habría que ir esbozando para asegurar a la larga el crecimiento. Dos cuestiones que, pese a estar relacionadas, conviene mantener en planos distintos. Para encarar una pronta superación de la crisis la receta parece clara: reducir drásticamente el endeudamiento (para lo que sólo caben dos vías, acortar el gasto público y/o aumentar los impuestos) y disminuir el desempleo, algo que a muchos no parece factible sin modificar el mercado laboral.

Un programa tan fácil de proponer como dificilísimo de llevar adelante. Si se opta por la reducción del gasto no se podrá evitar una disminución considerable del destinado a la política social con la correspondiente reacción del electorado. Si se elige una mayor imposición a las rentas más altas, los pudientes disponen de multitud de mecanismos para evitarlo: desde la manipulación de la opinión pública con el ritornello de que lo peor que se puede hacer en tiempos de zozobra es subir los impuestos, sin concretar cuáles ni a quienes, impedir que se acote la ingeniería financiera con el fin de achicar el fraude fiscal, hasta trasladar los capitales a países más propicios, agravando aún más la falta de liquidez.

Renovar el sistema educativo es clave para lograr un nuevo modelo productivo
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También, sin dañar intereses básicos de los trabajadores, parece muy difícil modificar el mercado laboral. En principio suena razonable que el primer paso consista en suprimir el dual que tenemos -uno de fijos, con derecho a indemnización, y otro de temporales sin él-, una patología, no lo olvidemos, que proviene de haber acudido al trabajo temporal para rebajar el paro. La propuesta de unificarlos en uno solo de empleados fijos se vincula a que dejen de ser la pesada carga que hasta ahora ha restringido la contratación de mano de obra. Objetivo que únicamente se consigue, dígase lo que se quiera, abaratando el despido, aunque sea el de los que se contraten en lo sucesivo.

Empero, lo verdaderamente grave es que la reforma laboral que se pretende va mucho más allá del simple abaratamiento del despido. Que los ministros de trabajo de la Unión Europea hubieran propuesto (junio del 2008) una directiva comunitaria, que luego se retiró ante la indignación general, que abría la posibilidad de acordar una semana laboral de hasta sesenta horas, muestra hasta qué punto la presión exterior obliga a una mayor diferenciación de los horarios y de las jornadas laborales, acorde con las necesidades peculiares de cada rama de actividad.

Pero también el velocísimo desarrollo tecnológico, así como la globalización de los mercados, ocasiona que los productos se mantengan en el mercado como máximo un lustro. Esto obliga a modificar continuamente la producción que requiere de una mano de obra, en calidad y en cantidad, tan variable como flexible. En un mundo con cambios bruscos imprevisibles la única salida que el empresario divisa es pactar jornada laboral, salario y condiciones de trabajo

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