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LA ZANCADILLA | Internacional
Columna
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Antofagia

David Trueba

Me encantan los tópicos deportivos. Son simples, a veces bobos, lo sé, pero a mí me gustan. El último, tras las portentosas actuaciones de Messi con el Barcelona, lo he escuchado repetido cientos de veces en estas últimas semanas: "Con él se nos acaban los adjetivos". Chistes se inventan a cientos cada día porque no falla la jornada en que alguien hace el ridículo o queda en evidencia, pero para inventar adjetivos tiene que llegar la excelencia.

Pero Messi es tan bueno que adjetivos no faltan. Por ejemplo, nadie ha dicho todavía que Messi es antófago o isótropo. Antófago es aquel que se alimenta de flores. Da la sensación de que Messi encuentra su energía en la floritura. Siempre intenta hacerlo bello, no se conforma con hacerlo práctico. Esto es lo que separa al artista del bracero. Cuando Messi se hace con la pelota suele entender la dificultad como el camino más sencillo porque es la senda oculta, la que nadie puede predecir. Lo que le hace imposible de marcar es que resulta insólito. No hay un defensa enfrente que pueda imaginar lo que él imagina. Enfrentarse a él es como encontrarse a oscuras en una casa desconocida.

"Messi te llega a confundir sobre cuál es la dirección en la que atacas y cuál en la que defiendes", me dijo un jugador

Isótropo es aquel que tiene iguales propiedades en todas direcciones. Los locutores no suelen usar este adjetivo por si acaso se trabucan. Pero un día le pregunté a un jugador que se acababa de enfrentar a Messi en un partido y fue muy gráfico: "Mira, hay un momento en que te llega a confundir sobre cuál es la dirección en la que atacas y cuál en la que defiendes". Y es que a veces avanza retrocediendo o se abre cerrándose o se perfila de cara. El caso es que cuando redescubres tu portería tiene el balón adentro.

Ha calcado jugadas del repertorio clásico de los mitos con tal exactitud que algunos han dicho que jugaba con ouija. Esta especie de Houidini sin trampa ha mandado a muchos defensas a la revisión de la vista. Pero más bien deberían volver a clase de geometría porque la virtud de Messi está en pasar por donde no había espacio. Este es un asunto fundamental en el fútbol porque el juego consiste en crear un lugar donde desarrollar el juego fuera de las coordenadas del enemigo. Los grandes pasadores, hoy tan preciados, tienen esa virtud. Alargan el campo hasta hacerlo infinito. Messi lo hace con la pelota en los pies, entre patadas y empujones, ayudado por su escasa estatura y su resistencia.

Messi, además, no tiene cara de anuncio cosmético, por lo que la cámara no busca el primer plano como con otros futbolistas. Cuando la pelota le llega, el realizador abre el plano para mirarlo de cuerpo entero. Como hacían los buenos directores de musicales cuando bailaba Fred Astaire: lo enseñaban sin cortes ni detalles, se limitaban a perseguir su cadencia perfecta. Lo malo para los futbolistas rivales es que lo tienen encima y sólo lo disfrutan al llegar a casa y verlo por la tele.

Ningún futbolista es una isla. Y Messi se apoya en sus compañeros. Es un solista para concierto de orquesta. Explota las posibilidades de un juego colectivo, a veces para coronarlo individualmente. Pero no es alguien enredado en su propio partido como muchos regateadores míticos que se parecen a los actores que hacen tal despliegue de facultades de manera autónoma a la historia y al resto del reparto que se les llama envenenadores de pozos porque, tras beber ellos, el agua ya no es potable. Messi permite que la jugada aún crezca tras pasar por él. Precisamente, el gran enigma sobre el futuro de Messi pende de la selección argentina en el próximo Mundial. La irritante incapacidad de ese equipo para tocar una partitura coherente convierte a un superdotado concertino en un ser triste y cabizbajo que arrastra además la sospecha injusta de todo un país.

Al que trajo a Messi a La Masía con 12 años habría que agradecérselo tanto como al que trajo el Guernica a Madrid. Ese aprendizaje en la soledad y el desarraigo formó un jugador que a veces funde a negro, se ofusca y pierde la sonrisa y en sus malos momentos aparenta estar hasta el carajo de fútbol. Rasgo, de ser cierto, que revelaría una inteligencia cristalina. El fútbol es una cosa de la que se puede estar harto cuando se juega tan bien. Por eso este Barcelona es el equipo adecuado para él. Porque se motiva con el juego mismo, no sólo con el resultado. Por eso este año Mes-si se fue llorando tras ser eliminado en Sevilla, con sus seis copas aún resplandecientes, y pide jugar los partidos hasta el final ya sea arrastrando dolores o frente a rivales sin gloria que ofrecer. Es ahí donde se declara futbolista y no estrella. Donde se reconoce en nuestro planeta y no en galaxias lejanas. Es ahí donde la vuelta con el Arsenal es un partido más que hay que ganar, sin ponerle marco de oro.

De entre todas las anécdotas sobre Messi me gusta mucho una que no le tiene como protagonista principal. En un partido de Copa contra el Benidorm, el Barça se cobró un penalti. El portero, al ver que Messi iba a lanzarlo, se acercó a su defensa central y le preguntó si tenía idea de por qué lado solía tirarlos el argentino. El defensa ladeó la cabeza y le dijo al portero: "Chico, la verdad es que los suele tirar adentro". No se puede contar mejor la impotencia que produce al que lo tiene enfrente. Parecida a la de los periodistas deportivos cuando le quieren inventar un adjetivo.

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