Miguel Delibes: el adiós a un cazador
Al conocer la muerte de Miguel Delibes, entre recuerdos de adolescencia arropados por la larga sombra de aquel ciprés, me ha venido a la memoria la animada charla que, hace pocas semanas y al abrigo de una acogedora lumbre campera, manteníamos un grupo de amigos, unidos por nuestro amor a la naturaleza. En su transcurso, uno de los contertulios se sorprendía de la coincidencia en el maestro Delibes de dos cualidades, para él no exentas de contradicción: su exquisita sensibilidad literaria y su pasión por la caza.
No es necesario detallar los pormenores de la reacción que ello provocó entre los confesos apasionados del arte cinegético allí presentes que, huérfanos de cualquier excelencia literaria, nos consideramos de inmediato etiquetados de insensibles y negados del todo para la emoción artística, tan incompatible, al parecer, con la burda zafiedad, incluso la crueldad, que se entendía consustancial al ejercicio cinegético.
Que nuestro interlocutor no quería decir tanto quedó pronto claro y el debate se recondujo por cauces bastante razonables, donde no faltó quien, metidos ya en curiosidades, destacara lo paradójico que podía parecer el origen de la vocación literaria de nuestro muy admirado escritor, quien tiene confesado por escrito que su "afición por las bellas letras se definió ante el curso de Derecho Mercantil de don Joaquín Garrigues", lo que sorprende bastante menos a quienes hemos tenido el placer de compartir esa fuente de conocimiento con don Miguel.
No dejó, sin embargo, de impactarme que alguien que no era ajeno a la obra de Delibes pudiera realizar semejante afirmación. Alguien que, no obstante estar en condiciones de apreciar la belleza literaria con la que el maestro nos descubre la caza y el mundo que la rodea, parecía incapaz de penetrar en la esencia de la relación que el maestro Delibes mantenía con la actividad cinegética.
Y es que parece difícil que el lector pase por alto que para el maestro es la caza un modo de relación del hombre con la naturaleza, con el medio rural, necesitado de un impulso ético que debe impregnarlo íntegramente. Un impulso que exige en su práctica una actitud de lealtad y respeto hacia el oponente -lo escribía no hace demasiado tiempo en las páginas del diario EL PAÍS- que debe traducirse en la voluntaria autolimitación del cazador, quien ha de renunciar al uso de técnicas o modos abusivos tanto como al aprovechamiento de circunstancias que desequilibren la relación de fuerzas hasta el punto de eliminar cualquier rasgo de competitividad, reduciendo el lance cinegético a letal práctica de tiro.
Puede que esa actitud, que valora como no lícita la caza "de un animal gastronómicamente inútil" al tiempo que condena los ejercicios abusivos o desleales, sorprenda a algunos y moleste a otros (los que así se comportan); no, desde luego, a quienes compartimos el gusto por ese modo de relación con la naturaleza, tan distante de la crueldad con que a veces se le etiqueta como de la hipócrita actitud de quienes, carnívoros ejercientes, consumen sin preguntarse cómo llegó hasta su plato aquello que con tanto deleite mastican.
Quienes aquella tarde campera recordábamos al maestro no imaginábamos lo cercano de su muerte. Con ella no se va sólo un grandísimo escritor, que ha penetrado como nadie en los entresijos de la relación del hombre con el medio rural; se va también la voz que supo explicar los porqués de la caza y los límites que permiten reconocer su ejercicio como actividad humana, no animal.
El vacío que nos deja es inmenso. La plenitud de su obra, imperecedera, y el recuerdo del gran cazador que fue nos sirven de consuelo.
Mariano Fernández Bermejo es fiscal del Tribunal Supremo, diputado del PSOE y fue ministro de Justicia.
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