"La 'michelin' me alumbró y me deslumbró"
Hay frases que se mastican, que conviene paladearlas bien antes de digerirlas, como si fueran unos cremosos callos, o como el espeso vino de Toro de Alejandro Fernández que tan bien conjuga con la parte sólida del festín. Hay frases como "el arte o es convulsivo, o no es", la divisa de un creador, el músico Cristóbal Halffter, que le convienen perfectamente a un cocinero, Andrés Madrigal, creador de melena rebelde, despeinada a conciencia. "Es un compromiso", dice el cocinero. "La cocina ha de ser primero reflexiva, intuitiva y si el proceso lo necesita, convulsiva".
Madrigal tiene 40 años, es joven, siempre ha sido joven. Desde que empezó a trajinar entre fogones de restaurantes vividos como aventura en la época del gran terremoto culinario de Madrid -el Olivo, el Alborada, el Balzac, el Azul Profundo- o madurado en el Madrid gastronómico ya asentado -el Alboroque, el penúltimo, el Bistró Madrigal, el último, recién puesto en marcha-, ningún crítico se ha olvidado de poner "el joven cocinero" tras su nombre y apellido. "Y, de hecho", dice con su inconfundible deje del Valle del Kas, el barrio de Vallecas del que salió a conquistar las cocinas del mundo empezando por la Provenza francesa y sus hierbas, "ahora me siento más joven que nunca, me siento como si volviera a tener 20 años". Como si se hubiera caído del caballo camino de Damasco y hubiera decidido vaciar, desnudar su despensa mental y empezar de nuevo. "La estrella Michelin me alumbró y me deslumbró", dice el cocinero que la perdió al año de recibirla. "Me hizo ver, finalmente, que necesitaba una cierta purificación. Un cocinero no debe ser sólo alguien que da de comer. Para mí el compromiso es satisfacer, divertir y transmitir conocimiento gastronómico".
El chef defiende que un cocinero no sólo da de comer, también enseña
Los callos siguen en el centro de la mesa, tentadores. Tentadora, sobre todo, su densa salsa, que emana un irresistible sex appeal. Madrigal no resiste, con las manos parte trozos de pan que moja gozoso en el color pimentón y en el calor del mojo, y sigue filosofando sobre su oficio. "La cocina por sí misma no es un arte, su origen es práctico y útil, y ésa no es una cualidad del arte", dice antes de atacar los huevos fritos con foie. "Pero cuando la cocina es el oficio de un artista, cuando se convierte en su necesidad, en su campo de creación, se eleva a otro nivel y la experiencia es parecida a la que se tiene frente a una obra plástica. Y el proceso artístico es una catarsis del artista con su obra, un momento de identidad único".
Describe su trabajo en la cocina, pero los mismos términos, catarsis, experiencia única, se podrían utilizar para reflejar los sentimientos del comensal ante sus creaciones. Él lo resume, sin embargo, en una cara de felicidad única al degustar el pan blanco, candeal, empapado en la salsa, y en un simple "esto está muy bueno". Detrás de él, tímido, el cocinero del San Mamés, Jorge García, se levanta de la mesa, rápido, acompañado de un tinto y un libro, y se acerca a saludar. "¿Eres Andrés Madrigal? Es un honor tenerte en mi restaurante", le dice.
"El plato perfecto", teoriza Madrigal, "es el plato que acierta exactamente con lo que necesitas y a la vez te traslada a otro lugar de sensaciones extraordinarias. Se consigue cuando se busca una buena cocina y se permite uno el tiempo de disfrutarla".
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