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Columna
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Hasta el rabo todo es toro

No está nada mal que Francisco Camps arriesgue por una vez un acto de valentía pública y se muestre decidido a convertirse en primer espada del toreo valenciano, declarando la Fiesta de Interés Cultural. Si ya lo son hasta las Fallas... Es una estupenda idea, considerando que el todavía Honorable no hará jamás ni de torero ni, con perdón, de toro, así que el asunto le sale prácticamente gratis. Todavía recuerdo con una intensa vergüenza a los primeros espadas del socialismo valenciano de hace unos años dejándose ver, y disfrutando con ello, en la barrera de nuestra plaza de toros con el habano en la boca, la satisfacción en la cara y dándose palmaditas en la espalda ante tanto disfrute con un espectáculo al que la verdad es que apenas si prestaban atención. Y, por otra parte, no estará de más apuntar que sería una gozaba contemplar al gran filósofo equino Fernando Savater cogiendo del rabo al cerdo que se ha de comer o corriendo entre los matorrales para atrapar a la liebre que se quiere zampar, por no hablar del escándalo que provocaría retozando entre el alegre revoloteo de las gallinas que quiere desplumar. No es un depredador, claro, pero sólo por el detalle de que delega la carnicería previa en otros profesionales de su especie.

¿Y de qué se debate acerca de la fiesta nacional? De si se trata de un arte que figuraría entre nuestras señas de identidad o de una barbarie que una ciudadanía civilizada debería erradicar. Respecto de lo primero, hay que decir que se trata de un oficio, que se ejerce previo el aprendizaje de sus técnicas, y que en principio no es más peligroso que ser zarandeado por el viento sobre un andamio. Por ese lado, lo que está juego no es el arte ni el peligro ni la mística bobalicona de un encuentro desigual y decisivo sino el rito y sus ancestros. Hay que ser un lerdo muy sofisticado para defender mediante numerosas paráfrasis que el calvario previamente guionizado de una pobre bestia que no dispone más que de sus cuernos esquilmados para defenderse (y además extranjero a su habitat, pues no parece que ningún toro haya anticipado su final en un recinto cerrado ante una multitud vociferante y según los pasos de una ceremonia de unos quince minutos de espantosa duración cuyos detalles de estupor desconoce, de modo que no puede sino estar a la espera de lo peor para su supervivencia) tenga más relación con el arte que con cualquier producción del gore más menesteroso.

Quien a hierro mata, a hierro muere. Pero el toro no lleva más que los hierros de las pezuñas, y ni siquiera siempre, mientras que su adversario ocasional (porque toro y torero sólo se encuentran una vez en sus vidas y no precisamente para compartir la alegría de hacer amistades) dispone de un surtido diverso de afilados artilugios metálicos que primero hacen daño, luego causan heridas de mucha consideración, y finalmente se usan para acabar con el asombrado astado a las buenas o a las malas.

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