Mismidad sin uno mismo
No hace falta incurrir en la desesperanza de afirmar que es valenciano quien no puede ser otra cosa, ocurrencia por cierto de origen muy español, pero tampoco parece estar muy claro qué cosa sea ésa de ser valenciano, y tengo para mí que es empeño episódico y un tanto pintoresco tratar, académicamente o no, de establecer un listado de semejanzas y disimilitudes que particularizarían a los valencianos respecto de los murcianos, por poner un ejemplo. Es sabido que ni siquiera los madrileños son del todo madrileños, ocupando como ocupan emblema de tan alta alcurnia como habitar en lo más alto del rompeolas de España, mientras que Rita Barberá es valenciana, sin duda, aunque no exactamente a mi manera, y mucho más sin duda que, por ejemplo, Rafael Blasco, que tiene un pasado internacionalista de no te menees, aunque no exactamente a la manera simbólica de la Virgen de los Desamparados (a este paso, de los Desesperados), de modo que la Barberá bien podría haber adoptado las también recias maneras de un Arzalluz si hubiera tenido la (mala) fortuna de nacer en Euskadi, mientras que Francisco Camps es uno de esos valencianos de aluvión que hasta decidir vestirse decentemente a costa del erario público dedicaba todos sus nobles desvelos a sacudir sus alpargatas y hacerse un sitio en los ministerios propiamente madrileños.
Así las cosas, se diría problemático el intento de definir a estas alturas el perfil preciso de lo que distingue a los valencianos, no así al valencianismo, de otros ciudadanos del mundo. Si los fastos de una cultura tan noble como antigua, no creo que sobrepasen de cinco mil el número de nacidos en esta tierra que han leído con atención o con placer la obra de Ausiàs March, de ahí que en los escasos estantes libreros de nuestras clases medias abunden más los ejemplares de un Don Quijote, tampoco leído, que los del gran poeta autóctono, por no hablar de los miles de merodeadores de la literatura que se deleitan con las historietas de espadachines de Arturo Pérez Reverte. Si de teatro, ha sido necesaria la intervención del Supremo para desdeñar los muy valencianos planes de demoler la rehabilitación del Teatro Romano de Sagunt para devolverlo al estado catatónico en el que se lo mantuvo durante tantos siglos. Y me ahorro unos cuántos etcéteras, porque no me dirán que el fasto arquitectónico de la llamada Ciudad de las Ciencias y las Artes sirve para otra que para dejar bien claro qué clase de cosa es un fasto arquitectónico.
De modo que todo ocurre como si se pudiera, y se debiera, ser valenciano pero sin serlo del todo, simultaneando el apego más o menos edípico a la terreta con otros gustos y aficiones de más enjundia y mejor condimentadas. Así que si nuestro actual gobierno, sea municipal o autonómico, alardea de valencianidad, es el momento de hacerse pasar por apátrida durante unos cuantos años.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.