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Columna
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Los escritores

Manuel Rivas

El brasileño Graciliano Ramos, que parió Vidas secas con la misma intensidad bíblica que Juan Rulfo su Pedro Páramo, trazó un brevísimo y magistral Autorretrato a los 56 años de no más de 56 líneas y que terminaba sin más: "Espera morir con 57 años". Una línea dice: "Desea la muerte del capitalismo". Otra: "Le gusta beber aguardiente". Otra: "Le es indiferente estar preso o suelto". Otra: "Fuma cigarrillos Selma (tres paquetes al día)". En una encuesta que publica el diario The Guardian, curtidos escritores enuncian reglas para posibles aprendices, de las que ha desaparecido todo rastro de tabaco o aguardiente. Es simpático el primer consejo de Roddy Doyle: "No coloques la fotografía de tu autor favorito en tu escritorio". Supongo que eso incluye el propio retrato. Hay escritores y periodistas a los que nunca se debió haber dejado a solas con su ego. Les ha salido un macarra. Pero hay otros que lo han explorado como un territorio fascinante: el de lo más extraño. O que lo han sabido disolver como una levadura que fermenta la obra. En el año de Darwin, Juan Cruz publica su larga experiencia de vida con célebres especies literarias. Egos revueltos es una memoria rara y valiente sobre el gran personaje mutante: la vanidad. En este nuevo periodismo, y lo es por trepidante y novelesco, evita picotear las entrañas. Hasta el ogro Cela aparece roncando en el hotel Mencey de Tenerife, después de rogar, enfebrecido, que alguien le lea algo para conciliar el sueño. Y allí estaba Juanito. A mí, Juan Cruz me recuerda a Bloom y a Stephen, el viejo y el joven que recorren Dublín en el Ulises de Joyce. No a uno, sino a los dos. Bloom lee el periódico en el baño. Desayuna vísceras, y acaricia el piélago de las palabras.

Pero lo que más le excita es mirar al mundo por el ojo de la cerradura. Por ahí se empieza.

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