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Columna
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Lluvias mil

Por motivos particulares, puedo considerarme damnificado de la meteorología en varios sentidos. Primero, en el de padre de familia. Me imagino que esta cantinela resultará conocida a la inmensa mayoría de oídos que han tenido que pasar las últimas fiestas al abrigo de la calefacción o el paraguas, resignándose a escuchar cómo sus vástagos se hartaban sucesivamente del cuarto de juegos, de la moqueta del salón, de casa de la abuela y del centro comercial por cuyas galerías, en calidad de último recurso, se los puede echar a correr. Pues sí: disponer de niños cuando el tiempo no acompaña, el termómetro contiene la respiración y el pluviómetro juega a las ahogadillas no es cosa grata ni fácil. Como tampoco lo es trabajar a unos cuantos kilómetros de casa y tener que servirse de esa máquina quisquillosa, el automóvil, para alcanzar la oficina: cuando comienzan los vientos racheados la carrocería juega a imitar a la coctelera, y ante una lluvia más recia de la cuenta los limpiaparabrisas no tardan en declararse en quiebra. En fin: que para coronar la misión de ocupar su escritorio, el oficinista no tiene más remedio que jugarse la pulpa y los vasos sanguíneos en el interior de un envoltorio de chapa que a poco amenaza con convertirse en nuez y triturarlo bajo su cáscara. Algunos días de vacaciones me han permitido no tentar demasiado a la suerte con esta ruleta rusa; he invertido todo ese tiempo en quedarme en casa preguntándome si las alcantarillas de enfrente de mi terraza resistirían el colapso.

A menudo oímos afirmar que Sevilla en particular y Andalucía en general no son tierras hechas para la lluvia ni el temporal; que no contamos con una infraestructura comparable a las de esas urbes nórdicas que se tragan los aguaceros y las nevadas sin necesidad de bicarbonato y donde una borrasca de estas dimensiones bíblicas apenas provoca retraso en los autobuses. Es cierto: el caos que se ha apoderado de nuestra comunidad después de varias semanas consecutivas de esclusas abiertas bajo los cielos revela a las claras que estamos habituados a isobaras más mansas: caos circulatorio en primer lugar, en cuanto todo el mundo decide tomar el vehículo propio para no mojarse la solapa y concentrarlo en el mismo punto de la ciudad que los otros; caos viario, en cuanto el agua atorada en los sumideros comienza a anegar la calzada, el asfalto se convierte en galleta y aparecen unos socavones que ríete tú de la boca del lobo; caos laboral, porque nadie llega a su hora a donde tiene que estar; caos sentimental, porque dónde se habrá metido la novia o el cónyuge a esta hora y con el móvil sin servicio; caos doméstico, en el momento en que las cataratas, como personas pésimamente educadas, se cuelan de rondón en casa y se sirven a voluntad del mobiliario, poniéndolo todo patas arriba. Los noticiarios lo muestran a las claras: la sensación de catástrofe es inmensa, inabarcable. Pero cuando se dice que éste no es un país hecho para el tiempo rebelde se está dando a entender algo más sutil, y difícil de registrar en el censo de incidencias, que la repetida actuación de los bomberos, y que tiene que ver con el ánimo de sus habitantes. El principal siniestrado en todo este rosario de salitas convertidas en albercas y carreteras condenadas al fondo del mar, de días sobre los que parecen haber corrido una cortina de humo y tejas tamborileando en la madrugada no es la ciudad, sino quienes la ocupan. No estamos hechos para cielos sombríos: no reconocemos esos nublados que han amparado la filosofía alemana, el luteranismo, el recogimiento, la duda; aquí abajo el pensamiento y el ánimo exigen para funcionar correctamente, igual que la flor del heliotropo, el sol directo y de cara. De lo contrario, pasa lo mismo que en los desagües: que las ideas se atascan y empiezan a oler mal.

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