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Columna
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Navajazos literarios

Para un escritor hay algo peor que palmarla y acto seguido vender millones de ejemplares, y es dejar el asunto de tu necrológica en manos de un par de amigos de toda la vida. Es lo que le ha ocurrido a Stieg Larsson. Y eso que yo pensaba que en lo del cainismo navajero nadie nos ganaba. Aquí hemos tenido ejemplos muy ilustres. Basta acudir a los clásicos del Siglo de Oro para saber cómo se las gastaban nuestros paisanos. Entre la calle del Prado y la de Huertas escribieron y se odiaron a muerte dos primeros espadas como Quevedo y Góngora. Tanto es así que mientras don Francisco escribía con una mano uno de los más excelsos versos de amor que ha dado nuestra literatura, con la otra, se espabilaba ante un notario para birlarle la casa a Góngora, su vecino y enemigo del alma que estaba en las últimas y sin un maravedí, sólo por darse el gustazo de echarlo a la puñetera calle. Odio de primera clase, peligroso, fascinante y castizo como sólo puede darse entre poetas. Al fin y al cabo ellos se juegan la gloria. También Lorca se la tenía jurada a Rubén Dario. Mientras un actor recitaba el famoso poema que el escritor nicaragüense le dedica a Verlaine, en el momento en el que acababa de declamar aquello de "que púberes canéforas te ofrenden el acanto", Lorca se levantó de la butaca y exclamó para regocijo de la afición:

-Coño, lo único que he entendido es el "que".

Pero si los poetas se llevan la palma, los novelistas tampoco se quedan cortos. Uno de los más odiados fue precisamente don Vicente Blasco Ibáñez, sobre todo después de que Hollywood le comprara los derechos de sus novelas (temblando estoy con el precedente). Por eso, cuando en una tertulia madrileña alguien dio la noticia de su fallecimiento, Valle-Inclán, manco y atravesado, respondió:

-Ese Blasco ya no sabe qué hacer para llamar la atención.

Don Miguel Miura, sin embargo, conocía el percal, así que cuando arrasaba en un estreno teatral, tenía la precaución de entrar en el Café Gijón, arrastrando mucho la cojera para hacerse perdonar.

Aquellos sí que eran tiempos. Odios con toda su bilis, española naturalmente. O eso creía yo. Pero ahí tienen a los suecos. El jefe de Larsson y un colega del periódico -que anuncia libro próximamente- se han despachado a gusto contra el creador de la hacker más brava del siglo. Según ellos, el autor de Los hombres que no amaban a las mujeres era un descerebrado y farolero que no sabía hacer la o con un canuto. Amigos, oigan. De los que darían la vida por tí si te ven jodido. Otra cosa, claro, es que consigas enganchar a millones de lectores en todo el mundo. Hasta ahí podíamos llegar. Ya ven, Estocolmo.

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