Delicias rurales
En los años ochenta del siglo pasado saboreábamos las mieles del bienestar, cuando casi todos los españoles éramos nuevos ricos y hubo fugaces modas que fueron arrinconando la sensata costumbre de pasar los meses cálidos en el norte o la sierra por tostarnos en las franjas andaluzas y levantinas. Motivaciones de difícil explicación que también dieron en los madrileños por explorar el territorio más cercano. Se institucionalizó la visita a los merenderos de las afueras y los curiosos investigaron en los pueblos serranos que se estaban despoblando, sobre todo en aldeas muy escondidas, abandonadas de la mano de Dios y del Ministerio de Obras Públicas. En muchas quedaban los terminales esqueletos de casas de piedra, con muros de medio metro de espesor; algunos las adquirieron por cuatro perras y las rehabilitaron. La humilde y primitiva taberna se convirtió en restaurante típico y las delicias de la ruralidad se expandieron por la capital.
Existe el atractivo de ordeñar una vaca o de hacer senderismo, antes conocido como andar
Si a principios de aquel siglo, los tuberculosos descubrieron las virtudes magnéticas del Guadarrama, los esnobs procuraron doctorarse en figones provinciales, algunos francamente buenos, otros, simplemente tolerables. Como Ávila, que durante mucho tiempo vivió arropada entre sus murallas que parecían tener sólo puertas de salida; o la hermosa y placeada Segovia, que renació por el reclamo de los mesones y el placer de pasear aquellos páramos campesinos y plazuelas encadenadas.
En algún momento de los setenta descubrieron lugares como el hasta entonces ignoto pueblo de Patones, corriendo la leyenda de que una especie de alcalde pedáneo se hacía llamar rey. Fuera de todas las rutas usuales, uno de los atractivos era el difícil acceso a los sitios, y la pijería madrileña se apresuró a comprar ruinas que pronto subieron de precio. Fue el gozo de algunos decoradores e interioristas y quizás el hito más importante, en la zona, de lo que más tarde se ha llamado turismo rural. Ya estaba inventado, hacía tiempo, que en casas francesas e inglesas se admitieran huéspedes transitorios, conviviendo o no con los propietarios.
Desde hace poco menos de 20 años este tipo de hospedajes han proliferado, suelen estar bien amueblados y le hacen competencia a los hoteles. Sobre todo en lugares donde no hay hoteles. La fórmula es sencilla: los propietarios cuidan del edificio y proporcionan ropa, limpieza y, en ocasiones, un amplio frigorífico y una cocina de butano para que los huéspedes puedan calentarse la comida que ellos mismos traen.
En general, los ayuntamientos conceden con facilidad los permisos, facilitándolos, en primer lugar -y esto es una presunción propia- a familiares, colegas y votantes, como debe ser en toda república bien organizada. Un buen amigo, José Manuel Fernández, de fértil ingenio, ha hecho una amena descripción del turismo rural, asegurando que lo que hoy se llama así antaño se decía "ir al pueblo", con la diferencia de que esto salía gratis y lo otro, no. Condición indispensable es el "encanto", del que hay una amplia y pormenorizada guía que puede consultarse por Internet e incluso se halla editada por las consejerías regionales autonómicas. Dice Manolo que se llega por encantadoras carreteras comarcales, llenas de encanto y de curvas.
La casa rural suele estar adornada con muchas vasijas de barro, ristras de ajo colgando del techo, pero rara vez con televisión, radio o microondas. Los que reinciden y comienzan a conocer el pueblo se percatan de que los dueños de aquellas casas tienen jacuzzi, Internet, parabólicas y portero automático, sustituido en el albergue rural por una llave de hierro que pesa medio kilo. Existe el atractivo de hacer vida campesina y ser despertado a las cinco de la madrugada para ordeñar una vaca, o hacer senderismo, que es lo que antes se conocía como andar. Dice mi amigo Manolo que los habitantes, llegado el fin de semana se distribuyen por las afueras, disfrazados de pastores y cuando perciben la llegada de algún coche avisan para que cambien el cartel de "videoclub" por el de "tasca", sueltan unos perros cojos por las calles y sientan a unos ancianos en sillas bajas, haciendo alpargatas que luego venden como si fueran de marca. El único cargo que queda vacante es el de tonto del pueblo. No hace falta.
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