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IDA y VUELTA
Columna
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Puro misterio

Antonio Muñoz Molina

La última novela de Don DeLillo se lleva en el bolsillo como un libro de poemas y para ingresar de verdad en ella hace falta una actitud más propia de la lectura de poesía que de la prosa. Pero me equivoco en la disyuntiva: la prosa no es lo contrario de la poesía, sino del verso. La poesía es un estado de máxima intensidad expresiva que muchas veces está ausente de los libros de versos y sin embargo puede saltar como un chispazo en medio de una novela, o en una música, o en las imágenes de una película. La poesía es aquello que sólo puede percibirse con una forma peculiar de atención, algo que está materialmente en el sonido de las palabras pero también en el silencio y el espacio en blanco que hay detrás de ellas y en la resonancia que provocan. La poesía es un primer impacto que ha de ser continuado por una larga revelación, por la conciencia de un significado que es a la vez más claro y más misterioso en cada lectura y nunca se repite idéntico. La poesía es para ser leída en silencio unas veces y otras veces en voz alta, y su lectura no se acaba nunca, ni siquiera cuando nos sabemos los versos de memoria.

Los versos o las líneas de prosa. La poesía nos devuelve a un mundo anterior a la escritura en el que las palabras tenían una exclusiva presencia física en el sonido de la voz y en el recuerdo que las preservaba. Yo empecé a leer Point Omega, la última novela de Don DeLillo, y como no lo hice con el recogimiento que exigía al principio me sentí aturdido y desconcertado por ella. Point Omega trata, entre otras cosas, de la necesidad de la atención, y de lo raramente que se ejerce. Vuelvo ahora a sus páginas y me doy cuenta de la conveniencia de leer en voz alta: hace falta mucha atención para ver lo que está sucediendo delante de ti. Se requiere un trabajo, un esfuerzo piadoso, para ver aquello que uno está mirando. No es sólo una observación general: es una sugerencia sobre la única manera posible de entender el libro que tenemos entre las manos, delante de los ojos demasiado acostumbrados a la distracción: la profundidad de las cosas que pasa por alto el hábito superficial de ver. Algunos críticos ejercen su perspicacia reprochando al autor exactamente aquello que él se proponía conseguir. Point Omega no lleva ni dos semanas en la calle, pero ya ha provocado bastante desconcierto y no poca frialdad: es muy corta, no pasa casi nada en ella, no se parece a las grandes novelas de DeLillo, es demasiado parecida en personajes y atmósferas como si al autor no le quedara mucho que decir, como si estuviera demasiado ensimismado en su mundo, en sus mundos.

Claro que es una novela muy corta: tiene 117 páginas, de letra generosa, de un formato que agradecen las manos, el de los libros que van a cualquier parte con nosotros, los que son una presencia y un hábito más que un episodio. Leyendo una entrevista me he acordado de cuando hablé con él sobre su libro anterior: un hombre enjuto, de cara seria y afable, con una presencia erguida sin rastros de vejez, con el aire de alguien que sin esforzarse se ha mantenido perdurablemente joven, gracias sobre todo a una disposición de curiosidad que se vuelve más honda con la experiencia y sin embargo no se corrompe de amargura. Parecía un profesor, pero no de universidad, sino de instituto, vigorizado por la cercanía de gente más joven, un profesor de high school de una época menos hostil a la enseñanza, cuando un buen bachillerato podía mejorar para siempre la vida de alguien. Leía sus palabras en el periódico y me parecía estar escuchándolo, su voz sin arrogancia, algo monótona, buscando la precisión y a la vez rehuyendo el exhibicionismo, el melodrama del escritor que diserta sobre su Obra. Quería sugerir las cosas más que explorarlas plenamente, dice. En mi primera lectura, sin haber entrado todavía en el estado de espíritu que requiere la novela, yo pensé que DeLillo había ido demasiado lejos en la sugerencia, que había contado y explorado demasiado poco, que su poética de la austeridad lo había hecho caer en la trampa de lo meramente inexpresivo.

En una sala en penumbra del MOMA alguien mira apoyado en la pared una proyección de Psicosis ralentizada para durar veinticuatro horas, una instalación del artista Douglas Gordon que efectivamente se vio en el museo hace unos años. En el desierto de California, un director de cine visita a un profesor jubilado que trabajó para el Gobierno en la preparación de la guerra de Irak, y que ahora vive como un ermitaño retirado del mundo. El director de cine quiere hacer un documental sobre el profesor. Pasan los días, conversan a ratos, el profesor no acaba de acceder a la entrevista, el director de cine tampoco insiste demasiado. En el desierto el paisaje es una amplitud abstracta paralizada bajo el calor y el tiempo, despojado de acontecimientos, parece adquirir una duración geológica. No es tiempo pasajero, tiempo mortal, dice Elster, el profesor que ha renegado de su complicidad en el gran delirio destructivo de la guerra, Es diferente aquí, el tiempo es enorme, eso es lo que siento, palpablemente. Tiempo que nos precede y que nos sobrevive.

Una mujer joven llega a la casa, la hija del profesor. En el curso de los días el director de cine que no avanza en su proyecto y que no se marcha la sigue con la mirada, la ve inclinarse sobre el lavabo en pantalón corto y camiseta, por la puerta entornada del baño. Una noche, sentados en el porche de la casa, le toma una mano. Otra vez, la casa ya a oscuras, empuja la puerta de la habitación en la que ella duerme y ve el brillo de sus ojos abiertos, y da un paso atrás. Un día, igual que llegó, la hija ha desaparecido, y su padre y el director de cine la buscan en vano. Queremos que las historias tengan un misterio, pero también queremos que tengan un final. Llego a la última página del libro y me desconcierta que el enigma no se resuelva. De nuevo la sala en penumbra del museo, de nuevo la acción infinitamente lenta que revela los detalles y los recovecos nunca percibidos de una película demasiado familiar.

Cierro el libro y poco a poco se va desplegando en la imaginación lo que no está dicho en las palabras: igual que un poema que se muestra muy gradualmente, oscura la historia/y clara la pena, como pedía Antonio Machado, la historia posible y también atroz que el relato explícito calla, con una actitud que me recuerda el gesto que hacía Don DeLillo cuando parecía que iba a seguir hablando y de pronto ya no decía nada más, y apretaba los labios. Cada libro me dice lo que quiere, o lo que es, le ha contado a un entrevistador. Point Omega dice lo que quiere y lo que es en el lenguaje misterioso de la poesía.

Point Omega. Don DeLillo. Scribner, 2010. 117 páginas.

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