El reo Miguel Hernández
Reclusos recuerdan al poeta que pasó por la misma cárcel
"Los libros contienen aquello que ni siquiera la cárcel puede quitaros". El escritor onubense Juan Cobos Wilkins comenzó ayer así el homenaje al poeta Miguel Hernández (Orihuela, Alicante, 1910- 1942) en el centenario de su nacimiento. El acto se celebró en el Centro Penitenciario de Huelva, la primera prisión en su "largo rosario de peregrinaciones carcelarias", como señaló Cobos Wilkins.
El poeta de Orihuela fue detenido en Rosal de la Frontera (Huelva) mientras huía de la represión franquista hacia Portugal. El expediente procesal, que se encuentra en la biblioteca del centro, cita la fecha: 5 de mayo de 1939, "año de la victoria". Cerca de 40 reclusos, entre mujeres y hombres, pertenecientes al club de lectura de la cárcel se reunieron para recordar a Hernández en una sala a la que fueron llegando también funcionarios y enfermeras. "Él murió por la libertad y nosotros vivimos para recuperarla", señaló un interno antes de recitar uno de los poemas de El rayo que no cesa.
En el homenaje, organizado por la asociación de Huelva Personas Libro, los internos fueron recitando los poemas que habían aprendido de memoria. No faltaron Nanas de la cebolla, Elegía a Ramón Sijé y, por supuesto, Para la libertad. Cobos Wilkins contó a una expectante audiencia que a Hernández lo detuvieron pensando que era un ladrón porque llevaba un enorme reloj de oro que le había regalado, por su boda, Vicente Aleixandre. "El reloj fue su condena", resumió ante decenas de ojos muy abiertos. Ya en el puesto de la Guardia Civil de Rosal, por mala suerte, cuando estaban a punto de dejarle salir, hubo un cambio de turno y el nuevo guardia -de Alicante- le reconoció e informó a sus superiores de que aquel era el tan buscado "rojo", "republicano" que había animado a milicianos en los campos.
"El destino es un hijo de puta grandísimo", añadió el escritor provocando a los presos. Como broche final, el profesor Francisco Regueira leyó la carta que Hernández envió en 1931 a Juan Ramón Jiménez pidiéndole que leyera sus versos, los de un "pastor un poquito poeta".
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