El Brujo, por martinetes
Tiene chispa esta adaptación teatral de El testigo, interpretada por Rafael Álvarez, El Brujo. Fernando Quiñones, su autor, traza la biografía de Miguel Pantalón, imaginario cantaor gaditano genial, inconstante y revirado, mezcla de Aurelio Sellés y de Ignacio Espeleta, aquel que cuando Lorca le preguntó en qué trabajaba, le dijo: "Yo, señor, soy de Cádiz". A través suyo, Quiñones nos habla del duende, de la diferencia entre dominar el cante y estar poseído por él: "Cuando se le montaba el arte encima parecía que estaban cantando cinco", dice Juan, su biógrafo, encarnado por El Brujo.
Al intérprete cordobés también se le monta el arte: si fuera un cante, sería el martinete, porque va siempre solo y por derecho. Es nuestro mayor narrador oral, ahora que Pepe Rubianes le ha dejado sin competencia. Entre lo que él hace y lo que hacen los monologuistas.com hay la misma distancia que entre una saeta disparada al paso y unas sevillanas bailadas para la Embajada de Estados Unidos.
En 'El testigo', Álvarez tiene sandunga. No canta, pero clava el texto
El relato de Quiñones le va al pelo: este Pantalón del que nos habla es primo carnal del quincallero de La taberna fantástica, tataranieto del Lazarillo, frugal como San Francisco y Quijote alucinado. Vistos uno detrás de otro, sus personajes mejores dibujan el árbol genealógico de esa rara pareja que hacen el hambre y el arte.
En El testigo, El Brujo tiene sandunga. No canta, pero clava el texto como Enrique El Mellizo la malagueña, lo llena de intenciones, apura su humor lacerante y el público de a diario se lo aplaude largo. Está en el teatro Alcázar, hasta el 14 de marzo.
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