_
_
_
_
Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Alan Bennett y el triunfo del 'late style'

The Habit of Art narra un imaginario encuentro entre Auden y Britten como espoleta para homenajear al mundo del teatro

Marcos Ordóñez

El ensayista Edward Said definió el término late style (estilo tardío) como una patente de corso formal. El late style brota cuando el artista maduro se suelta el pelo y empieza a hacer lo que le da la gana. De esa zambullida suele emerger con un inmaculado pez de oro en la boca o gozosamente dispuesto a mezclar churras con merinas como nunca hasta entonces. Gloriosas muestras de late style son los romances de Shakespeare, Las joyas de los Cabot, de Cheever, o el White Album de los Beatles. O The Habit of Art, que Alan Bennett, joya de la corona británica, ha estrenado en el Lyttelton (NT) a sus pimpantes e impúdicos 75 años. La función es dificilísima de resumir por su intrincada estructura y su multiplicidad de temas. Aquí se habla de poesía, de música, de teatro, de sexo, de la inextinguible "costumbre del arte" como acicate y látigo de la vida, de la ética de los biógrafos y de los tormentos de la vejez, en una continua mezcla de tonos: afilado y lírico, delirante y chusco. En primer término, The Habit of Art narra un imaginario y crepuscular encuentro entre el poeta W. H. Auden, de vuelta a Oxford tras su largo exilio americano, y el compositor Benjamin Britten, su antiguo protegido, que llega con un nuevo proyecto de colaboración: una ópera basada en Muerte en Venecia. A los dos minutos descubrimos (primera refracción) que se trata de una obra-dentro-de-la-obra: vamos a asistir a los ensayos de Caliban's Day, escrita por Neil (Elliott Levey), un joven y quisquilloso dramaturgo, e interpretada por la supuesta "compañía titular" del National Theatre. Neil echa chispas porque el director, que se ha largado a Leeds, ha metido tijera por todos lados, situación que duplica (refracción dos) la que sufrió Bennett a manos de Nicholas Hytner, y de la que se ha vengado inventando esta astuta estrategia para volver a meter, condensadamente y choteándose de la disputa, lo que quedó fuera. No es el único conflicto del ensayo. Fitz (Richard Griffiths), que interpreta a Auden, tiene problemas de memoria y odia por igual las excentricidades del texto y la "irreverente" manera de presentar al hiperlaureado vate. Aquí hay que decir que el habitualmente circunspecto Bennett, en una zumbona salida del armario que ya comenzó en The History Boys, no se muerde la lengua (nunca mejor dicho) a la hora de evocar la imperiosidad felatoria de Auden, y sirve una descacharrada escena en la que éste confunde a Humphrey Carpenter, su futuro biógrafo, con Stuart (Stephen Wright), un chapero a domicilio. Por otra parte, Donald (Adrian Scarborough), el actor que encarna a Carpenter, considera que tiene poco papel y que el autor tampoco le ha hecho justicia, de modo que trata de completar la composición con disparatadas acciones de su cosecha. Para rematar los dislates de la trastienda, Henry (Alex Jennings), el remilgado actor que da vida a Britten, y Kay (Frances de la Tour), la veterana stage manager (mucho más que una ayudante de dirección), han de reemplazar a dos cómicos ausentes ("por una matiné de Chéjov") interpretando a Boyle y May, los sirvientes de Auden (que aprovechan para ponerle a caldo en otra escena hilarante) y ocuparse acto seguido de las excentricidades textuales antes citadas: guinda de su late style, Bennett (vía Neil) hace que la cama, el espejo, la silla, el reloj y hasta las mismísimas arrugas de Auden cobren vida y le retraten en verso con un ramillete de gloriosos pastiches de su poesía que harían enloquecer a cualquier posible traductor. Pirandello también habría perdido la chaveta (y babeado de gusto) ante este vertiginoso juego de espejos, en el que los actores entran y salen de la representación para comentar, criticar y tratar de modificar la pieza, mecánica que en la segunda parte asciende a plena figura de estilo cuando los personajes de biógrafo y chapero reclaman, a su vez, parejas cuotas de posteridad. La tensión dramática se concentra luego en el mano a mano entre los dos viejos maestros, empecinados en seguir creando, y se aguzan sus perfiles: el de Britten, horrorizado ante la idea de que Muerte en Venecia acabe siendo su outing, y el de Auden, que le acusa de cobardía humana y artística a sabiendas de que, como el escorpión de la fábula, está hundiendo la posibilidad de atrapar su último barco. El gran logro de Bennett y del montaje radica en lograr que este abigarradísimo material, que en otras manos se habría convertido en un estofado indigerible, se conjugue con una gracia y una ligereza que rozan la sublimidad. El espectáculo está extraordinariamente repartido, movido y fijado por Nicholas Hytner. Cada ingrediente acaba formando parte del mismo plato, porque todos juegan en la misma liga, y se integran, incluso, los contratiempos de los ensayos reales: Richard Griffiths, que tuvo que sustituir con urgencia a Michael Gambon, no se parece a Auden ni por el forro, pero, haciendo de la necesidad virtud, la carencia suscitó una nueva y tronchante escena con una máscara a lo Freddy Krueger. Acabas olvidándote de la escasa semejanza porque Griffiths, descomunal en todos los sentidos, y cada vez más cercano a Charles Laughton, refulge en su doble papel. Y quizás Bennett haya cuadruplicado los roles de Alex Jennings (regalándole, entre otros, el bomboncito del mayordomo Boyle) consciente de que las elegantes pullas del actor Henry y la obligada contención del rígido Britten desequilibran la balanza a favor de Griffiths. Aunque el reparto entero brilla a gran altura, cabe destacar los trabajos de Adrian Scarborough, que vuelve a acreditarse como un superlativo actor de farsa, y de la todoterreno Frances de la Tour en un papel que también parece escrito a su medida: la maternal y sarcástica apaciguadora de los egos de la compañía, que cierra la función con un monólogo magistral sobre los miedos, trucos y grandezas de todos los monstruos con los que trabajó. The Habit of Art tal vez no tenga la potencia emocional de The History Boys, pero es un tour de force vitalísimo, tan arriesgado como desbordante de talento. Ah, y da igual no saber nada de Auden y Britten: la función supone una óptima iniciación en sus vidas, sus obras, sus afanes.

El espectáculo está extraordinariamente repartido, movido y fijado por Nicholas Hytner

The Habit of Art, de Alan Bennett. Lyttelton Theatre. Londres. www.nationaltheatre.org.uk/.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_