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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Llaman a rancho

Manuel Rodríguez Rivero

Probablemente me la gane con este comentario, de manera que ya tengo mi burka king size planchadito y listo para salir por pies y de incógnito. Si, después de esto, me llamaran por teléfono para invitarme a mi decapitación, lo único que deseo reiterarles a mis improbables lectores es que ha sido un placer estar con ustedes y con Max durante tantas semanas. Y, ahora, a lo que iba. Miren: a mí la que se ha montado con lo del anuncio del cierre temporal de El Bulli me parece una pasada. Hubo un momento, tras tanto ditirambo y lamentación, y con la noticia aventada urbi et orbi desde la primera del Financial Times, que lo único que faltaba es que el Ministerio de Cultura (Gobierno de España) decretara tres jornadas de luto oficial con la bandera a media asta en todos los Institutos Cervantes. Ya sé que razono como un plebeyo, y que resulta más improbable (aunque no imposible) encontrarme a mí en El Bulli que a Isabel Preysler en un transbordo de la línea 1 (Valdecarros-Pinar de Chamartín) del metro de Madrid. Tengo en cuenta también mi proverbial resentimiento, mi incapacidad para sumergirme en las "experiencias religiosas" a cargo de "sumos sacerdotes" doblados en "alquimistas" de la alta gastronomía. Tampoco excluyo que -a pesar de mi lectura de Foucault (véase Las palabras y las cosas, Siglo XXI, capítulo sobre 'Las Meninas')- no haya comprendido nunca los vínculos secretos que unen la obra maestra de Velázquez con el santuario de Ferran Adrià. No ignoro que el taller del genial artista (me refiero al cocinero, no al pintor) recibe anualmente visitas de peregrinos de todo el mundo que acuden a Cala Montjoi ("meca gastronómica en una escondida cala", según una edición antigua de la Michelin) a cumplir con el imperativo de comer allí al menos una vez en la vida (¿he escrito "comer"?: ¿acaso todavía puede llamarse así a una experiencia que se acerca a la Gesamtkunstwerk, la obra de arte total por la que suspiraba Richard Wagner?). Leo en la declaración de principios implícita en la "síntesis de la cocina de El Bulli" (www.elbulli.com) que en ella no se excluyen "la descontextualización, la ironía, el espectáculo, la performance", lo que me hace pensar que, una vez más, me he quedado en el desván de la historia a cuenta de, pongamos, tan sólo 200 euros el cubierto (¡ajj!, qué asco: hablo de dinero). Intento sumergirme, para comprender, en las notas y dibujos de Adrià que ha publicado la revista Matador (letra M), aunque no consigo -¡ay de mí- que esos bocetos (por los que, seguramente, pujarán los museos del mundo) me ayuden a descifrar el significado de la obra adrianesca en la misma medida en que los cuadernos de Klee o Dubuffet me iluminan la de esos dos artistas. Pero, aun siendo consciente de mi (quizás congénita, y en todo caso psicoanalizable) incapacidad de comprender, me veo obligado a insistir: lo de la cobertura mediática del cierre temporal ("para reinventarse") del templo de la gastronomía molecular me ha parecido una pasada. Por lo demás, y mientras aguardo el (seguramente) merecido castigo, me consuelo (re)leyendo el fascinante Oberman de Senancour en la nueva edición publicada por KRK, que ha utilizado la traducción que Ricardo Baeza realizó para la (aún hoy) increíble colección Universal de Espasa-Calpe (1930). Espero que, cuando acabe el capítulo que ahora me ocupa, ya habrá logrado su temperatura ideal la sutil espuma de Kentucky fried chicken acompañada de mousse de botifarra amb mongetes (y reducción de panceta al jerez) que me he preparado hace un rato. Seguro que es una fiesta para los sentidos.

Flechazo

Murió el narrador de los baby-boomers y me ha dejado esta tristeza. He leído tantos obituarios en la prensa internacional y doméstica que, al final, todas las glosas se me antojan la misma, como si se tratara de aquella frase mecanografiada hasta el infinito en la que el escritor (bloqueado) protagonista de El resplandor (Kubrick, 1980) desvelaba su locura: "All work and no play makes Jack a dull boy", traducida, por cierto, en la versión española como "no por mucho madrugar amanece más temprano", un proverbio que le habría encantado al viejo recluso de Cornish. A Salinger lo descubrí en un mal momento: me había quedado a la vez sin chica y sin (mi mejor) amigo, y el mundo era un erial cuesta arriba. Pero en 'Un día perfecto para el pez banana', la primera historia de Nueve cuentos, descubrí que la literatura (incluso la más triste) podía desmentir mi sombría percepción. Fue un flechazo: no descansé hasta conseguir todo lo que había publicado, recurriendo incluso a traducciones al francés. Tardé en leer las "obras completas" de J. D. Salinger poco más de una semana (lo que no resultó nada difícil, dada su brevedad), apagando de madrugada la luz de la mesilla de noche con mis ojos ardiendo como hogueras en la oscuridad del mundo. Luego sufrí aquel largo silencio repleto de prohibiciones y pleitos en el que el escritor (también) llegó a la excelencia. Incluso consiguió relativizar la importancia del diseño en sus libros: la prohibición absoluta de fotos, notas biográficas, y demás paratextos editoriales convierte sus ediciones (Alianza, Edhasa) en auténticas excepciones, monstruosidades que nunca encajan del todo en las colecciones en que están incluidas. Salinger fue un ejemplo a contracorriente: deseaba tanto que le leyeran sin las servidumbres de la celebridad, que al final decidió escribir sólo para sí mismo (es verdad que podía permitírselo). Con su trayectoria, nadie habría imaginado que, hacia 1941, poco antes de su ligue con Oona O'Neill (la que luego sería esposa de Charlot), Salinger estuvo trabajando como animador social en una compañía de cruceros caribeños del tipo "vacaciones en el mar". Me divierte imaginar las actividades que propondría a los pasajeros.

Espíritus

Me fascinan esas fotografías antiguas en las que, por error, casualidad o maldición, aparecen de modo imprevisto imágenes como desvaídas y sutiles, aparentemente extrañas a las que enfocaba el objetivo. Quizás se trate de espíritus, etéreos ectoplasmas que se incorporan a la escena sin haber sido explícitamente invitados, como mesmerizados por una técnica capaz de convocarlos sin ansiedad ni esperanza. Un estupendo relato de Julio Cortázar, 'Las babas del diablo', incluido en Las armas secretas (Cuentos Completos, Alfaguara), readaptado por Tonino Guerra y Michelangelo Antonioni como base del guión de la película Blow Up (1966), se ocupa también de ese misterio de lo que no estaba (en el escenario) pero aparece en la foto para pasmo y espanto de su autor. He pensado en el cuento y la película mientras hacía calas lectoras en Fotografía y espíritu (Alianza Forma), un libro de John Harvey que se ocupa de esas presencias sutiles e inquietantes, interrogándolas desde perspectivas tan diferentes como la ciencia, el arte, la religión o la historia de la fotografía. Tras la lectura, mi álbum de fotos familiar ya no me resulta tranquilizador.

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