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Escenarios de la crisis
Columna
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El bosque de la noche

En el paseo de Recoletos, haciendo esquina con la plaza donde vigila el altísimo, el mismísimo Colón, la Biblioteca Nacional se mira en el Espejo, que lanza un brillo de refugio en la nieve, como si necesitara comprobar su reflejo de tinta leída y desleída o quisiera tomarse un tentempié tras tres (tristes tigres, no) siglos de lectura, un respiro en el que entrechocan las tazas de café tras décadas y lustros de recogimiento y silencio. Los cristales de colores del Pabellón parecen flores que crecen al pie del bosque de la noche, imposible, en la que Djuna Barnes pidiera agua, azucarillos y aguardiente en el puesto de Pepa (¡Rosa! ¡Nardo! ¡Lila! ¡Quia!). Las flores son de cristal y el bosque es de farolas (¿por qué son tantas, las nuevas farolas?, ¿quién ha vendido farolas a granel para la reforma innecesaria del bulevar?).

Desde 1986, la Biblioteca Nacional se convierte en depositaria de la Memoria cultural española
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Hace mucho frío en esta tarde de enero y literatura. Al otro lado de la calzada que detiene el semáforo, el edificio de Jareño y Alarcón se recorta contra el vaho y la penumbra. Dicen sus responsables que desde que, en 1986, la Biblioteca Nacional integra todas las instituciones bibliográficas españolas (la Hemeroteca Nacional, el Instituto Bibliográfico Hispánico y el Centro del Tesoro Documental y Bibliográfico) se convierte en depositaria de la Memoria cultural española. Una Memoria con mayúsculas: 30.000 manuscritos; 3.000 incunables; 500.000 impresos anteriores a 1.831; más de seis millones de monografías modernas; 110.000 revistas; 20.000 periódicos; 500.000 partituras; 550.000 documentos sonoros; 80.000 volúmenes audiovisuales; 100.000 estampas; 600.000 grabados incluidos en libros; 45.000 dibujos originales; 800.000 carteles; dos millones de fotografías; 200.000 imágenes de diversa variedad; 134.000 mapas; 500.000 postales geográficas y de ciudades; una colección Cervantes formada por 13.000 volúmenes y 188 cajas de folletos relacionados. Mientras el semáforo se pone verde a nuestro paso y van brotando las cifras de esa Memoria como ramas en el jardín del Edén, la silueta del Palacio donde conviven el Museo Arqueológico y la Biblioteca Nacional, desdibujada al fondo, va tomando el cuerpo de un paraíso, perdido entre la maleza del temor de Milton ("... no exige de nosotros otra cosa que un solo deber, una fácil obligación; que de todos cuantos árboles producen en el paraíso frutos variados y deliciosos, nos abstengamos únicamente de tocar el árbol del conocimiento del bien y del mal, plantado cerca del árbol de la Vida: ¡tan cerca de la vida crece la muerte!...") y hallado entre la umbría de la paradoja de Alberti ("¡Paraíso perdido! / Perdido por buscarte, / yo, sin luz para siempre"): un jardín donde los árboles ya son libros cuyas ramas son las páginas y, al pasarlas, van dejando que se cuele el sol que llevan las palabras.

Cruzo el semáforo en esa hora gélida y oscura porque me han invitado a participar en el ciclo Tardes de Literatura, que inició hace un par de años Manuel Rivas y fue seguido de Clara Sánchez, José Ramón Fernández, Luis Landero, Rafel Chirbes, Carme Riera, Antonio Gamoneda, Luis Mateo Díez, Luis del Val, Esther Tusquets y Lorenzo Silva. Nos llaman para que contemos cómo es nuestro proceso creativo y nos reciben María Luisa Cuenca, directora del Área de Gestión Cultural de la BNE, y Antonio León-Sotelo, jefe del Servicio de Actos Culturales. Son amables y dan el calor que hemos perdido en la calle como Alberti en su búsqueda del paraíso que prometen estos muros. Me acompañan a lo largo de pasillo que conduce a la tarima del salón de actos. El escenario impone: sobre el estrado se alarga una mesa inmensa, alta como un mostrador; detrás, el enorme logo de la Biblioteca, BNE, y el dibujo de una corona tan grande que me podría aplastar. Hablé de Pío Baroja (más árboles: el de la ciencia y aquellos que protegieron su concentración en la soledad de Itzea, la casa de Vera de Bidasoa donde había más de 40.000 libros). Y de Alejandro Rossi y su Manual del distraído. Y de Octavio Paz, que dijo de esa distracción que era "atracción por el reverso del mundo". Y de Cantor y el infinito y de Gödel y las verdades indemostrables y de Teresa de Jesús y Dios. Y de Umberto Eco y de María Zambrano, la filósofa, la poeta y de la otra María Zambrano, la directora del programa de televisión Fama ¡a bailar! Hablé de cabos sueltos, de entrelíneas, de minucias. Me dijeron después que, vista desde el fondo del salón, ahí sentadita, contando mis vergüenzas ante la página en blanco o la pantalla en azul, apenas se veía mi cabecita: "Parecías el perro enterrado de Goya", insistían. Y sí: entre curiosa y temerosa, asomo, como él, mi hociquillo por encima de papeles y micrófonos, y siento latir a mi alrededor, bajo mis pies, sobre mi espalda, por encima de mi cabeza, el cuerpo de ese jardín de libros que forma el edificio de Recoletos, ese cuerpo de páginas que respiran como lo haría la Memoria si fuera un gigantesco animal tumbado frente al Espejo. Y cuando salgo de allí pienso que mis palabras acaso puedan ser las piedras de Pulgarcito, las minucias de Alejandro Rossi que sigan impulsando a perder el tiempo entre libros, a leer, a deambular por el paseo de Recoletos como por un bosque en la noche que protege esa Memoria.

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