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Columna
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Una de héroes

Hubo un tiempo en que todos creímos en la fraternidad universal, el llanero solitario y el amor libre, pero esa guerra la perdimos. El enemigo era demasiado fuerte y nosotros demasiado jóvenes. Con el tiempo una va sabiendo que el guión está amañado y que en esa película siempre triunfan los malos. Por eso hay días en los que ya no aspiras en absoluto a que el mundo cambie. Te conformas con mantenerte a la distancia reglamentaria para que no venga nadie a darte la brasa ni a venderte el paraíso a precio de saldo. El mundo no es Hollywood. Ignoro cuánto tiempo va a durar la crisis, pero el desenlace se ve venir: los gánsteres acaban ganando la partida, disfrutan de lo trincado y al final se quedan con la chica.

La parte buena es que cuando la vida te despoja de la inocencia y de las verdades que se escriben con mayúscula, te deja muy poquitas cosas a las que agarrarte en medio del naufragio. Algunas ideas propias, una o dos certezas a lo sumo, nada de grandes conceptos, sino cosas muy de diario como andar por casa o ver una vieja película. También suele dejar alguna antigua lealtad personal e intransferible. En mi caso, el respeto por el coraje. Y ahí no hago distinción entre izquierdas y derechas, idealistas o mediopensionistas. Aprecio el valor de aquellos que, aun llevando todas las de perder, son capaces de pelear a pecho descubierto por defender una memoria, un patrimonio local amenazado o la casa de su infancia. Me refiero, claro, a la gente de Salvem el Cabanyal.

No quiero hablar hoy del plan para descuartizar el poblado marítimo, ni de los políticos que vendieron su alma a las hormigoneras. Ya lo hice en su momento. De quien voy a hablarles es de los hombres y mujeres que llevan años sin rendirse, plantados ante la razón del más fuerte, batiéndose en solitario por la única patria que merece la pena.

Y a veces ocurre que los guionistas, la justicia poética o María Santísima se ponen de parte de los perdedores y esos viejos guerreros cansados logran izar su bandera en lo alto del tejado, como los héroes del oeste. Este es mi barrio. Aquí estoy. Aquí peleo. Y cuando una los ve ahí arriba, agotados, pero orgullosos, con la cabeza bien alta y el corazón en su sitio, no puede por menos que pensar que tal vez no todo esté perdido, porque el coraje del hombre sigue intacto, donde siempre estuvo. Y por eso, llegados a este punto de la película, toca tragar saliva y seguir con el alma en vilo a John Wayne en Río Bravo, mientras la trompeta de los malos toca a degüello, deseando que por una vez -aunque sólo sea por una única y maldita vez- ganen los nuestros.

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