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Columna
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Maldita juventud

Cuando un estudio se llama Ocio (y riesgos) de los jóvenes madrileños, ya está mal enfocado. Éste es el nombre de un trabajo recién publicado por la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción, la Obra Social Caja Madrid y el Instituto de Adicciones del Ayuntamiento de Madrid. Asociar de inicio la diversión juvenil con el peligro resulta absurdo y paranoico. Los organismos que lo llevan a cabo y el título del informe revelan que el propósito de las encuestas a 1.200 chavales de entre 16 y 24 años es descubrir, catalogar y erradicar los demonios de la noche que acechan a los jóvenes madrileños.

Imagino que estos estudiosos se habrán escandalizado al comprobar que el 80% de los chicos y chicas es partidario de salir toda la noche, el 60% de pasarse de copas y el 35% de obviar el preservativo. La conclusión parece clara: los jóvenes madrileños están entregándose al precipicio de la droga, los embarazos indeseados y el sida. Hoy en día, sin embargo, a los adolescentes no les falta información sobre métodos anticonceptivos, sobre el riesgo de las anfetaminas o de subirse a un coche conducido por un amigo borracho o drogado (algo que realizan la mitad de los jóvenes, según el estudio). Conocen estos peligros y su verdadera dimensión por haberse expuesto a ellos y no por las alarmantes campañas de disuasión. Exagerar el veneno de ciertas drogas tiene un efecto contrario al pretendido: en lugar de asustar a los jóvenes, les hace desconfiar de la advertencia.

El desfogue nocturno es una especie de exorcismo, de revancha contra una realidad desencantada

Los perplejos estudiosos de la juventud madrileña preguntan a los chavales por qué se someten a las vertiginosas tentaciones de la noche. Quieren saber qué hallan de atractivo en un garito estridente, ahumado y atestado de gente sudorosa que no puedan encontrar en un libro o un museo. Y, según el informe, los chavales sólo aciertan a decir que buscan "evasión" y "disfrute en el propio riesgo".

Hay un problema de enfoque. Si se quiere ayudar a una adolescencia ciertamente desbocada no se empieza por analizar los satánicos encantos de la madrugada, sino por averiguar por qué están allí. El infierno no es la noche, sino el día. La noche, como los propios chavales explican, es un territorio de fuga, un espacio totalmente suyo, exento de las leyes y las reglas del tiempo de luz gobernado por los adultos. El desfogue nocturno es una especie de aquelarre, de exorcismo, de revancha contra una realidad desencantada.

Si los institutos y universidades modernizasen sus programas, si los alumnos encontrasen trabajo y además esos empleos estuviesen relacionados con sus estudios, respaldados por un contrato y por un sueldo digno que les permitiese independizarse antes de los 35 años, quizá no se entregarían con tanta ansiedad y desesperación al ocio nocturno. A lo mejor no buscarían en los bares, en los amigos, en los botellones o en las peleas la libertad, la autoafirmación y la improvisación que les falta durante el día, en un escenario donde carecen de motivaciones y donde el mañana está ya escrito y no tiene buena pinta.

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Hace 20 años a los adolescentes se nos acusaba de estar aburguesados y ahora se les recrimina amar el riesgo. Parece que lo ideal para los que conducen este mundo de precariedad laboral y holocausto inmobiliario es que los veinteañeros sean activos y con iniciativa de nueve a siete de la tarde y conservadores y mansos de madrugada.

Vivimos un mundo de hiperprotección. Hoy la infancia es un coto forrado de gomaespuma, los niños crecen blindados física y legislativamente hasta extremos delirantes. Pertenecemos a una sociedad miedosa y reguladora que ahora también quiere fiscalizar el ocio de los adolescentes bajo la falsa premisa de que son una camada inconscientemente autodestructiva.

El enemigo no es sólo la emboscada existencial de la juventud, sino la moral interesada, la norma sistemática y el control obsesivo que ha empujado a chicos y chicas a la fogosa reserva de la noche. Sin embargo, ese acorralamiento sólo propicia que los chavales más informados de la historia beban y follen antes que ninguna otra generación. Los jóvenes se sienten una tribu aparte, traicionados en sus aspiraciones profesionales y personales e incomprendidos en su huida hacia la madrugada. Cuando las condiciones de vida mejoren en el territorio de la luz, quizá apaguen sus fogatas y sus porros y empecemos a entendernos.

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