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Columna
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Vuelve la tartera

Estamos recuperando algo de la filosofía 'hippy' de dejarse llevar bajo el bendito sol

El mundo cambia y las costumbres cambian. En las últimas fiestas navideñas, por ejemplo, nos enteramos de que el regalo ha dejado de ser necesariamente un objeto para convertirse en una sensación. Se regalan sensaciones: un bono de masaje, un viaje, una experiencia, entradas para el cine, libros, un corte de pelo... Hemos pasado de la caja dorada con un lazo rojo, de lo vistoso, a lo que se queda en nosotros como un recuerdo. Un reloj de oro o un bolso no son recuerdos, los llamamos así, pero, cuando entornamos los ojos y nos dejamos llevar, en lo que pensamos es en aquel día en la playa o cuando te conocí y me miraste o en la historia que me contaron el otro día o en ese partido de fútbol con tus hijos. Es raro que el protagonista de un momento de ensoñación sea el anillo de brillantes que llevas en el dedo, a no ser que seas Gina Lollobrigida, Liz Taylor, alguna de esas damas que tanto bien ha hecho por el gremio de joyeros. ¿Quién quiere hipotecar su vida para tener una mansión cuando durante todo ese tiempo puede hacerse el Camino de Santiago? Estamos recuperando algo de la filosofía hippy de dejarse llevar bajo el bendito sol. A poca gente le impresiona ya lo fastuoso. Ahora además desconfiamos del dinero, así que más vale una buena aventura o tener tiempo para hacer lo que a uno le dé la gana que una suculenta cuenta en el banco.

Aunque tampoco hay que frivolizar con esto de la economía, hay gente que lo está pasando muy mal. La otra tarde vi a un hombre, parecía un chico joven, con un pasamontañas puesto (sólo se le veían los ojos y la boca) rebuscando en los contenedores de basura que hay frente a mi casa. No quería que le reconocieran. Ni siquiera he tenido que cruzar la calle para toparme con alguien que no tiene para comer. Mira que vemos imágenes fuertes a lo largo del día, pero ésta no puedo quitármela de la cabeza, es la pobreza oculta, la pobreza vergonzante de las grandes ciudades como la nuestra. Puede que bajo ese pasamontañas haya un estudiante, alguien que conozco, no sé.

Entre los extremos de ricos y muy pobres estamos los que hemos tenido que apretarnos el cinturón y en cierto modo nos hemos dado cuenta de que tampoco hace falta tirar el dinero. Uno de los cambios beneficiosos que ha traído consigo la crisis es la vuelta a la tartera. Antaño sólo la usaban los obreros, hasta que se apuntaron al menú de ocho o nueve euros. Ahora nos traemos la comida a la oficina y nos la tomamos sentados en un banco por los alrededores de Azca entre el piar de los pájaros y el ruido de los coches. Nos ahorramos dinero, comemos mejor y nos oxigenamos. Los linces, los que cogen al vuelo las oportunidades, enseguida han diseñado una bolsa molona para llevar las tarteras, que combina con el estilismo ejecutivo. Yo quiero una.

Y pese a nuestros intentos por educarnos y separar bien los plásticos, el cartón y las mondas de las naranjas, el verdadero reciclaje ha venido solo. Hemos empezado a sacar prendas antiguas del armario y a tunearlas. Ya no tiramos nada, y como se nos ha olvidado coser han prosperado los locales de arreglo de ropa. Seguramente alguno de estos arreglos cuesta más que comprar la prenda nueva en Zara o H&M, por lo que sugiere un cambio de mentalidad. Una vuelta a unos tiempos, no tan lejanos, en que se cambiaban los cascos de las botellas vacías por las llenas, en que los hermanos pequeños aprovechaban lo que dejaban los mayores, desde la ropa hasta los libros del colegio. Unos tiempos en que un abrigo se convertía en un chaquetón y un vestido en una falda, y cuando ya no se podía más, se hacían unas bayetas para el suelo. ¿Y los muebles? Duraban varias vidas. Cuando nos hartábamos de verlos de un color se lijaban y pintaban de otro, y cuando en un rapto de locura se tiraban unas estanterías o una mesa siempre pasaba alguien junto al contenedor que les veía posibilidades. Y, de pronto, todo cambió: se inventaron los envases de cristal no retornables, nos inundaron de pañales desechables, servilletas de papel, vasos de plástico y la ropa se abarató tanto que ya no merecía la pena que tu madre te hiciera un jersey, porque en un abrir y cerrar de ojos habíamos aterrizado en el planeta de usar y tirar a lo loco. La basura comenzó a ser un problema y también un negocio. Había que organizarse, no para consumir, que ahí se tiene barra libre, sino para tirar. Pero nos estamos cansando.

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