Descrédito de la política
El descrédito de la política, tanto aquí como en territorios más o menos colindantes, está alcanzando esos picos de peligro que llevan a los ciudadanos a tratar de remediar las cosas u obtener cierto número de ventajas así como a la brava, como llevados de un antaño prestigioso espíritu asambleario según el cual los asuntos de cierta importancia social o política se resuelven mediante la convocatoria de referendos raramente vinculantes, en una parodia de participación política directa que muchas veces ilumina (o, por el contrario, oscurece) los intereses particulares más variados.
Nadie quiere un vertedero de basuras, un cementerio de residuos nucleares o una penitenciaría en las proximidades de su residencia habitual, ni siquiera un centro de menores o un servicio permanente de desintoxicación de drogadictos, pero todo el mundo demanda infraestructuras decentes para sus urbanizaciones, riachuelos limpios de toda contaminación, energía suficiente para sus viviendas o barrios o limpieza permanente de sus calles, mayor seguridad ciudadana, etc. No se trata tanto de la indeterminación a la hora de elegir entre varias soluciones posibles a problemas puntuales como de la intención de alejar del propio entorno todo aquello que se considera inconveniente, por las razones que sean, aunque conviene señalar que muchos ciudadanos que no quieren ni ver una penitenciaría más o menos próxima a su propiedad estarían dispuestos a modificar la ley a favor de la pena de cadena perpetua, a sabiendas de que el recluso no ha de cumplir su condena en el saloncito de su casa.
Así, se va consolidando una cierta cultura de la política interesada que crece en su vertiente de movimiento más o menos asambleario contra la determinación de los políticos, de los que se supone que actúan movidos por el interés general y no por sus intereses particulares, por más que esa suposición bienintencionada no desborde muchas veces los límites de la fábula. Cierto que los políticos, de uno u otro signo, no están obligados a cumplir sus promesas electorales que tanto trabajo les deparan a lo largo de una legislatura: bastante tienen con hacer como que lo hacen. Pero no es menos cierto que los ciudadanos afectados por un problema particular no pueden pretender que todos sus problemas se sometan a una consulta de tintes plebiscitarios para que se vote en su favor. A fin de cuentas, el Estado es el Estado y el Gobierno, su profeta: no se puede pretender que siempre acierte, porque de lo contrario estaría un poco de sobra. Acertar es humano, pero errar, bien lo sabemos, es divino.
¿El descrédito de la política consistiría en su insoportable levedad para atender a los detalles? Ojalá fuera sólo eso. Más grave resulta que a menudo no conciten ni el apoyo de los suyos, tan proclives tantas veces a los alardes del despecho.
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