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Columna
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El patio de mi calle

Cuando las luminarias de los escaparates de la Gran Vía recién estrenada empezaron a brillar se inició el declive de la calle del Pez, pequeña gran vía en la frontera de un barrio al que ya casi nadie llamaba de Maravillas y que aún no había recibido el nombre de Malasaña. La calzada de Pez, vaguada en la que confluían todas las corrientes, separaba, según la toponimia burocrática, los barrios de Centro y de Universidad. La acera de los pares pertenecía a Centro y la de los impares al distrito universitario, como ha seguido siendo hasta hoy.

La universidad había llevado a la calle del Pez aires de barrio latino, los estudiantes de las facultades de la carrera de San Bernardo, la calle Ancha, pernoctaban en las pensiones de Pez y sus aledaños, se alimentaban en sus restaurantes económicos, se aprovisionaban en sus librerías y papelerías, se vestían en sus sastrerías a la medida y convertían sus bares y tabernas en ágoras de animado debate, todo un peligro para las incompetentes autoridades del nuevo régimen franquista, que no tardarían en llevarse extramuros a la problemática grey para que no siguiera contaminando y alterando "el paso alegre de la paz" de los vencedores.

En la vaguada de la calle del Pez se resumen siglos de convivencia entre guardias y ladrones

Sin universidad, la facultad de Económicas fue la última en abandonar el caserón de San Bernardo, y con los grandes almacenes, los cines palaciegos y las modernas cafeterías de la Gran Vía a dos pasos, la calle del Pez con sus comercios explícitamente galdosianos estaba sentenciada; tan seguros estaban de ello los ignaros munícipes del nuevo, viejo, régimen que fraguaron un colosal plan de demolición al que llamaron Gran Vía Diagonal, desquiciado proyecto que pretendía barrer, a golpe de piqueta y excavadora, el pasado histórico y ciudadano del centro, incluyendo un sustancioso conjunto monumental de viejos conventos, arrumbados palacios y patios de vecindad.

Los urdidores y muñidores de tan ambicioso y codicioso plan no cejaron en su inicua pretensión hasta el final del franquismo, en 1975. Una versión actualizada del engendro, el plan Malasaña, se iría al garete ante la oposición vecinal. Aquellos vecinos no deberían haber estado allí. La calle del Pez, sus afluentes y su entorno tendrían que haber desaparecido sin el flujo vivificador de los estudiantes y con la desmesurada competencia de la aún flamante Gran Vía, la demolición del antiguo mercado de San Ildefonso tendría que haber sido el golpe definitivo.

En los años cincuenta del pasado siglo, los comerciantes de la calle, para defenderse de tanta adversidad, se unieron en una asociación que, bajo el lema de "Quien compra en la calle del Pez bien sabe lo que se pesca", inició una campaña publicitaria colectiva y un sistema de bonos y recompensas para que su clientela no cayese en la tentación de cambiar de calle e irse de compras a la moderna Gran Vía y sus aledaños. Lo consiguieron en parte y sirvieron de puente hasta que una nueva oleada de jóvenes residentes, atraídos por la baratura de sus viviendas cien veces desahuciadas y por la proximidad del centro urbano accedieron a sus buhardillas y a sus bajos o compartieron los pisos más grandes.

Los vecinos supervivientes, habituados a las mudanzas de modas y fortunas, acogieron hospitalariamente a los recién llegados. En la vaguada de la calle del Pez se recogen y resumen siglos de convivencia entre monjas y prostitutas, guardias y ladrones, bohemios y funcionarios, extranjeros y castizos, estudiantes y artistas, artesanos y comerciantes.

Los recién llegados de hoy se mudaron de la calle del Acuerdo a la ribera del Pez. El Patio Maravillas, centro cultural, político y social como lo definía sin ruborizarse el concejal del distrito, es también un centro okupado, autogestionado y libertario, aglutinador de colectivos ciudadanos sin mezcla de institución alguna. El patio se ha mudado al número 21 de la calle del Pez, edificado en 1904 y desalojado en nombre de la especulación urbana hace unos años, edificio "ruinoso" en perfecto estado de habitabilidad en el que los del patio han retomado sus múltiples actividades, cursos, talleres, representaciones y asambleas ciudadanas.

En los bajos del edificio okupado estuvo hasta el último día La Cervantina, librería y papelería centenaria y hospitalaria. A punto de cumplir los 100 años y casi enfrente del nuevo patio, un maniquí infantil por el que no han pasado los siglos chupa una onza de chocolate y se ensucia a placer en un escaparate. Es el santo niño laico de la calle del Pez, al que rindo culto casi todos los días desde los de mi lejana infancia y de cuyos milagros hablaremos otro día.

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